Bienvenidos al fin del mundo



Font: Ignacio García-May (elcultural.es)

Hace unos días la NASA hizo público un comunicado en el que anunciaba que no existía razón alguna para creer que el fin del mundo fuera a declararse el 21 de diciembre. Tal era el grado de paranoia alcanzado en todo el planeta con la bufonada del calendario maya que a la agencia espacial no le quedó más remedio que pronunciarse públicamente al respecto. Ustedes leerán esto cuando todo haya pasado...

En cualquier caso, la obsesión por el fin del mundo ha sido la metáfora del año. Así hemos vivido todo 2012: con la amenaza permanente a nuestras espaldas. Sólo que en el teatro la intimidación ha acompañado a peligros más reales y más dañinos que los meteoritos perdidos: véase, sin ir más lejos, la brutal subida del IVA que impuso un gobierno al servicio de no se sabe qué o quién (pero, desde luego, no de los ciudadanos), demostrando una ignorancia monumental de la forma en que funciona la economía del sector o bien un deseo francamente perverso de hacer daño a una profesión habitualmente respondona. De pronto, descubrimos que el dinero para la cultura se había evaporado: recortes salvajes en las grandes instituciones públicas, defenestración de los programas más pequeños, desaparición de los apoyos a revistas culturales... Como a todo esto se le sumó el órdago, más secesionista que soberanista, de Artur Mas, llegamos a ver un esperpento bochornoso que nos retrotraía a épocas muy oscuras: el boicot contra la presencia de Carmen Machi en el Lliure sólo porque la actriz se había manifestado en contra del movimiento separatista. La cosa quedó en anécdota pueril: el Lliure, un teatro con un nombre hermosísimo y una trayectoria legendaria que acaba de anunciar su cierre temporal y un ERE, reaccionó con contundencia poniendo a los reventadores en su sitio. Pero todo esto fue una prueba del nivel de tensión al que habíamos llegado.

Endogamia, caciquismo y rutina

Dicho lo cual, sería mero pensamiento perroflauta ignorar que el derrumbe de la industria del teatro, como la caída del Imperio Romano, ha sido el resultado tanto de los enemigos internos como de los externos. La endogamia, el caciquismo, la rutina (¿puedo decir que ésta ha sido una de las temporadas más tediosas que recuerdo? Incluso un coloso internacional como Lepage trajo a Madrid el que probablemente sea uno de sus espectáculos más mediocres), la cuestionable gestión que algunos han hecho de los centros públicos (¿hemos olvidado ya la polémica salida de Mario Gas del Teatro Español?) y la insistencia del teatro en no darse cuenta de que el mundo ha cambiado a nuestro alrededor, han contribuido lo suyo. Lo que la crisis ha puesto al descubierto es que las formas de hacer y de pensar el teatro que han sido comunes en los últimos años están, con las excepciones que se quieran, apolilladas, lo cual no es una invitación al pesimismo sino a la urgente reinvención de nuestro oficio y de nuestra industria. Ningún título del repertorio, ningún actor famoso son capaces ya de garantizar a priori el interés o la permanencia de un espectáculo: la propia Concha Velasco (Yo lo que quiero es bailar) ha durado en Madrid un suspiro.

¿Momentos felices? Suficientes y meritorios: el triunfo indiscutible de Ron Lalá con su Siglo de Oro, siglo de ahora después de muchos años de cultivar el humor en escena; la emocionada empatía del público con los desdichados protagonistas de De ratones y hombres, en montaje de Miguel del Arco; la pica plantada en Flandes, perdón, en Londres, con ocasión de las Olimpiadas Culturales, por Rakatá/Fundación Siglo de Oro con su versión del Enrique VIIIshakespeariano; el musical Por los ojos de Raquel Meller de la Tribueñe; las actuaciones espléndidas de El fantástico Francis Hardy, curandero, en la Guindalera; la arriesgada e infravalorada puesta en escena de Orquesta de señoritas, de Juan Carlos Pérez de la Fuente; la estupenda gira internacional de André y Dorine, espectáculo gestual de Kulunka Teatro; la apertura de nuevos espacios para el teatro en Madrid; el Segismundo proteico y merecidamente premiado de Blanca Portillo pulverizando las taquillas de la Compañía Nacional de Teatro Clásico; la puesta en marcha del programa del CDN para jóvenes dramaturgos; Galdós recuperado para nuestro repertorio con Doña Perfecta... Concluyamos con esta idea: el fin del mundo es, en realidad, el fin de un mundo en particular, pero también, y en virtud de su propia naturaleza, el punto de partida para el nacimiento de otros, en sucesivos eones. Si alguna vez existió en nuestro teatro algo parecido a la seguridad, ahora ya no existe, lo cual es estremecedor, pero también, y al mismo tiempo, fascinante. Dicho de otro modo: de ahora en adelante todo es posible.

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