Angélica Liddell: “No es más combativo hablar de China que de la tristeza”



Fuente: Javier López Rejas (elcultural.es)

Una descarga de violencia, poesía, inconformismo y desconcierto atraviesa la mirada del espectador nada más acercarse a la obra y a la fuerte personalidad de Angélica Liddell (Figueras, 1966). No hay indiferencia. No hay medias tintas. El mundo nace y se hunde con ella. Imposible separar escenario, vida y aullido. Su tensión dialéctica estremece mientras la pasión nos coloca irremediablemente en el arrobamiento. Y así, a quemarropa, nos sienta en la butaca y nos ata, indefensos, a la heideggariana “finitud desnuda”.

Hay que abrirse paso entre los registros existenciales de la Liddell con cierta prudencia. No va a ser fácil. No habrá concesiones. Nadie sabe qué ruta va a tomar porque los espíritus libres no admiten mapas, ni certezas, ni mandamientos, ni dogmas, ni sectas. “Todas las obras -empieza a disparar- nacen de una batalla. No es más combativo hablar de la represión en China que hablar de la tristeza”. Ese es el motivo por el que creó Ping Pang Qiu, una declaración de amor a la cultura china y una forma de denunciar el exterminio de la expresión en todas sus manifestaciones inspirada por El libro de un hombre solo, del disidente y Premio Nobel de Literatura Gao Xingjian: “La libertad no soporta ni la santidad ni el poder dictatorial. No quiere saber nada ni de una cosa ni de otra y, de todos modos, tampoco podrías conseguirlas; en lugar de hacer un gran esfuerzo para conseguir algo es mejor tener la libertad”.

Imaginación y denuncia

Empezamos a imaginarnos estas palabras del autor de La montaña del almaen la boca o en la obra de Angélica Liddell justo en el momento en el que estalla, sin previo aviso, una nueva ráfaga.
-Detesto a los escritores con imaginación. Detesto la imaginación. Simplemente hay que describir el mundo tal y como es pero estar pegado a la realidad no significa estar pegado a la denuncia. Si el teatro sólo sirviera para denunciar daríamos una visión demasiado plana del mundo. Yo me preocupo por descender a lo más bajo de la condición humana, que al fin y al cabo es lo que nos iguala a todos. Me esfuerzo en comprender por qué un hombre es un hombre y no un piano. Básicamente es lo que le preocupaba a Dostoievski.

Poco a poco se va desgarrando la cortina, comienzan a abrirse las grietas de lo convencional. Estamos con Angélica Liddell, autora de La casa de la fuerza, reciente Premio Nacional de Literatura Dramática, y Premio Valle-Inclán de Teatro por Perro verde muerto en tintorería: los fuertes y El año de Ricardo.Puede que no nos atrapen sus tierras movedizas pero el impacto intelectual está asegurado. Más en este tiempo de impostores. No es casualidad que cite a Dostoievski, autor de Memorias del subsuelo, para poner más pólvora en la mecha.

-¿Son malos tiempos? Perfecto, me pondré a dirigir el proyecto más difícil que te puedas imaginar. Para mí el teatro es una aventura, un sueño, un Fitzcarraldo. Es atravesar Rusia en pleno invierno. Yo vengo del subsuelo, no me asustan los malos tiempos. Pasé 15 años en la mierda. Entonces, quejarse no era políticamente correcto como ahora. Estaba muy mal visto pedir dinero, protestar. Se te echaba encima todo el mundo. Decían que querías aprovecharte del dinero público. Tenías que escuchar a un jefecillo de sala alternativa que pagaba su precioso y confortable pisito decir “pues escribe mejor” mientras tú no tenías ni para pagar el alquiler. Y salías llorando del jodido teatro. Yo llevo dos fieras labradas en mi costado. Nunca me he conformado. Ante la adversidad, me salen rayos fulminantes en los dedos.

-Nietzsche diría que piensa usted con el martillo...
-Trabajar con el martillo no puede ser un propósito. Si dices, venga, voy a pensar con el martillo, tengo que hacer una obra-martillo, entonces simplemente harás un ejercicio frívolo y hueco. Uno lleva el cuerpo lleno de martillazos o no los lleva. La vida es un gran martillo y tú simplemente te dedicas a describir las heridas. No consiste en herir sino en estar herido.

-¿Y es el cuerpo el mejor lugar para mostrarlas?
-Por supuesto. El cuerpo es el lugar del sexo, del crimen, del nacimiento y de la muerte, de la enfermedad y del trabajo. Es el lugar de la belleza y de lo monstruoso. De la danza.

Saltamos de Rusia a China. Ping Pang Qiu, que llegará a los Teatros del Canal de Madrid el próximo jueves, viene presentado como teatro documental. Es otra intensa entrega de las obsesiones que encienden a su autora. El ping-pong y la escritura china (ha memorizado 4.000 caracteres) se enfrentan a la barbarie de un régimen policial que extiende su represión hasta el escenario de una sala de ensayos. Y vuelve sobre “la santidad y el poder dictatorial”, donde Liddell rompe un nuevo eslabón de la cadena.

-EE.UU. y China utilizaron el ping-pong para dar un ejemplo de hipocresía política, la ‘Ping-Pong Diplomacy'. En 1972 Nixon visitó a Mao. Estados Unidos bombardeaba Vietnam y Mao ya había devorado la libertad de todo un pueblo. Eran dos caníbales jugando al ping-pong. En esta obra hablo del exterminio de la cultura china. La Revolución Cultural emprendida por Mao en 1966 es uno de los episodios más siniestros de la historia de la humanidad. Se persiguió, humilló, reeducó y aniquiló a artistas e intelectuales. Se quemaron libros y se cerraron las universidades hasta destruir por completo y sistemáticamente la voluntad individual, el pensamiento. Para los disidentes, la figura de Mao equivale a la de Hitler.

Resucita la tensión dialéctica. El ser humano, el ser a secas, y la condición que lo arrastra por esta existencia, es otra de las mareas que dejan en la Liddell una marca a fuego por toda su obra dramática, un rastro a veces inseparable de la religión: “Quien mejor ha definido el tormento de la condición humana tal vez sea San Mateo en los Evangelios. Y cita a Kierkeegard para sellar herméticamente el atrevimiento: “Cada uno será grande en relación a aquello con lo que batalló. Aquél que lo hizo con el mundo fue grande porque venció al mundo y el que batalló consigo mismo fue grande porque se venció a sí mismo, pero quien batalló con Dios fue el más grande de todos”. Sí, no hay tregua en la batalla. Pelear es lo que mejor sabe hacer la autora de Boxeo para células y planetas y la religión es el auténtico campo de confrontación. Justo cuando suena un nueva salva.

-Carezco de heridas con el cristianimo. Es el catolicismo el que pudrió mi educación. La religión, la fe, es algo demasiado complejo. Bernanos, Ermano Olmi, Flannery O'Connor o Passolini eran profundamente religiosos. Me fascina esa espiritualidad porque experimentaban la contradicción, no la convicción. Sin embargo, yo desprecio todo aquello que tiene que ver con el sentimiento de “comunidad”. Me repele todo lo que aspira a la superioridad moral, todo lo que propone una línea de perfección a seguir, un ideario, sea una religión, un partido o un colectivo. Prefiero pensar sencillamente en la existencia de la bondad. Hay un carácter chino precioso, la palabra “benevolencia”, que significa “lo que ocurrre entre dos personas”.

Algunas preguntas las corta a tajo dejando un rastro y un rostro petrificado por la brevedad. Como cuando se le pregunta sobre la vanguardia (“yo hago cosas muy antiguas, milenarias”) o la provocación (“intento seducir al público, que se vengan conmigo a la cama”). En otras, sin embargo, cuando se espera un sí o un no, vuela la dinamita.

-¿Le duele el IVA del teatro?
-No. Lo que vacía o llena los teatros no es el precio de las entradas. La voluntad de encuentro entre el creador y el público es indestructible. Lo que vacía los teatros es un problema que tiene que ver con la desconexión entre cultura y educación. Un teatro vacío tiene su origen en una educación deficiente que relativiza el arte o el humanismo hasta reducirlo a la nada, a lo prescindible.


Francia, Noruega, Neverland...

Del ring a la melancolía, sobre todo cuando surge la escena internacional, especialmente la francesa: “Al Festival de Avignon se lo debo todo. Lo más bonito fue estrenar La casa de la fuerza en el Odeón de París”. Pero no será la capital gala donde presente su próxima obra Angélica Liddell, Todo el cielo sobre la tierra: el síndrome de Wendy, sino en Viena, un “sueño imposible” que ha contado con el autor de las bandas sonoras del director de cine coreano Park Chan-Wook y en el que reúne a varios ancianos que se dedicaban a bailar por las calles de Shanghai. Liddell arroja aquí una reflexión sobre la pérdida de la juventud uniendo la isla noruega de Utoya -en la que Breivick asesinó a 69 personas- con la de Neverland de James Matthew Barrie (Peter Pan). “No habría bastantes páginas en la revista para describir todo lo que tuvimos que hacer en China”. Trabajaremos duro por el espacio para su estreno en España.

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