Narciso herido y drogado



Font: Roger Salas (elpais.com)
A principios de febrero de 2012, el bailarín Sergéi Polunin apareció en el escenario del Sadler’s Wells de Londres en el espectáculo Men in motion para bailar el Narcisse de Kazán Goleizovski. Fue emocionante y veloz, parecía huir de la luz y del éxito. Ya todo el mundo hablaba insistentemente de él. Ahora ha dejado plantadas las actuaciones en el London Coliseum de Expreso de medianoche, un ballet del danés Peter Schaufuss creado en 2000 y basado en el filme homónimo de Alan Parker. Schaufuss, desconcertado por la espantada de Polunin, reconoce que “el papel de Billy Hayes es perfecto para él”. Lo ha sustituido por Johan Christensen. Polunin ha viajado en privado hasta Moscú.
En Londres, con flema británica, se ha dicho algo con chanza trágica: loscamellos de Covent Garden tienen mucho trajín entre ir y venir de los garitos indie a la Royal Opera House. Hablan sin mencionarlo del “ruso loco de los tatuajes”, es decir, Sergéi Polunin, que, por cierto, siempre que puede recalca que él no es ruso, sino de Ucrania.
Pero como todo hijo pródigo, el mantra de renegar de sus orígenes viene en el mismo lote que el de divo o genio disfuncional. Se rechaza todo: maestros, compañías, destino. Este chico ya ha sido príncipe y mendigo sin solución de continuidad. No es el primero, no será el último. La droga también hace estragos entre los artistas del ballet; los mata rápido o los destruye lentamente, el caso es que los separa de su arte y de su vida, de su entorno y de las cosas que han amado desde niños. Lejana en el tiempo nos parece la muerte por sobredosis de Patrick Bissell, estrella del American Ballet Theatre de Nueva York, pero son historias que están ahí.
En una época no tan remota los cisnes cayeron como moscas; en la caída iban también sus caballeros. Hoy todo es, a la vez, más público y más oscuro. Como decía esta semana Judith Mackrell en The Guardian, la contaminación creciente de la subcultura de las celebridades con la alta cultura del ballet hace estragos. Sergéi Polunin sale en los telediarios y es carne de cañón en los programas de telerrealidad o los tabloides. Todos se preguntan lo mismo, aunque con distintas entonaciones: ¿Qué pasa en realidad con Polunin?
Sergéi Polunin, sin previo aviso, abandonó su compañía, el Royal Ballet de Londres, el 14 de enero de 2012. Había llegado a Reino Unido a los 13 años desde Kiev con una beca de la escuela real británica; nació en el deprimido sur, en Kherson, una pequeña ciudad “donde el ballet no existe”, según sus palabras. También hace poco dijo, rememorando sus días de internado: “Me hubiera gustado, de niño, portarme mal, jugar al fútbol…”. Ahora se tejen cábalas sobre su estabilidad mental. Y sobre su destino: su permanencia legal en Reino Unido está ligada a su trabajo en el Royal Ballet.
Monica Mason, la entonces directora del Royal Ballet, tenía debilidad por el joven ucranio; había heredado también a Iván Putrov (Kiev, 1980), ambos virtuosos y amigos. Putrov dejó el Royal Ballet en 2010 y fue el organizador de Men in motion en febrero, y allí eclipsó a todos.
Polunin subió como la espuma y, siendo aún solista, fue imagen de la temporada de la Royal Opera House Covent Garden en vallas y programas, saltando sobre un horizonte nocturno de tormenta con castillo gótico incluido en el paisaje. Nadie vio en ello un presagio, pero ahora las fotos que se ven del rebelde tienen otra vez algo tenebrista. Tatuajes y cortes, ojeras y descuido. Se dice también que todo es el despecho de un hombre enamorado y rechazado. La brújula han sido sus tuits, y como muestra, esta perla: “Si usted quiere dar placer a la gente, conviértase en prostituta”. O el tatuaje de su ingle: “Yo no soy humano, yo no soy un dios”.
Hay una larga lista de bailarines que lloraron su tragedia y enajenación sobre el manado de su propia sangre. “Polunin va de otro palo”, dice un colega de tatuajes en la televisión británica; mucha gente se apunta a opinar, siempre hay una alcachofa dispuesta a recoger declaraciones.
Asegura el joven bailarín de 23 años que no está loco y que en las escarificaciones ha encontrado un “canal emocional”, pero reconoce que hay un fuego en su cabeza. La búsqueda de emociones fuertes le hizo profundizar en la herida, y no metafóricamente. También ha tenido infecciones, en la piel y los pulmones. Por fuera y por dentro. Había declarado antes que dejaría de bailar a los 26 años. La pendiente vertiginosa de las drogas está acelerando el calendario y sus ideas.
Sin rubor, ha aceptado en varias entrevistas que lleva un tiempo bailando acompañado de la cocaína. Lo dramático es que el “muchacho de oro” del Royal Ballet recibía apelativos como el de heredero de Nureyev. Como escribe Tanya Gold en The Sunday Times, ahora Polunin ha decidido bailar con sus demonios.
Es exagerado decir que su baile es perfecto. Se atiene más a la realidad catalogarlo como que iba hacia la perfección. Dominaba su físico. Su elegancia es intrínseca, natural, tan espontánea que crea una especie de turbación. En escena, nunca parecía sobreactuado o falso. Al contrario. Su historia también es la del patito feo que se convierte en cisne, con un salto poderoso pero líquido, sin aparente esfuerzo. También sabía ser pasional. Ahora es un desgastado fantasma apolíneo. Se sabe a sí mismo un evanescente objeto de deseo, disfruta dejándose retratar desnudo. Ya lo dijo Vaslav Nijinski (que también nació en Kiev) de sí mismo: “No me tiene nadie, que me tengan todos”.
Cuando Sergéi Polunin llegó a la escuela del Royal Ballet con 13 años gracias a una beca, era delgaducho y distraído, pero con talento. Creció y su físico adquirió un molde específico de la danza clásica y de la categoría llamada noble. Ni muy alto ni muy bajo, tampoco demasiado musculoso, elástico y dulcemente dúctil en las secuencias de virtuosismo. Una perla rara y valiosa. Eso lo vieron enseguida la crítica europea y la fervorosa balletomanía. Un compañero del Royal Ballet dice ahora de Polunin: “Da la sensación de que no quiere mirar atrás nunca, y eso da miedo”. El muchacho atravesó depresiones y fue llevado a un psiquiatra. La tormenta en su cabeza arreció cuando, con su panda de discoteca, puso una tienda de tatuajes en el norte de Londres y comenzó a faltar a ensayos y deberes. El revuelo de la semana pasada por su abandono de los ensayos de Expreso de medianoche es una viñeta más de esta tragedia anunciada.

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