Mario Gas: “Las élites vacían las palabras para encubrir una realidad terrible”


Fuente: Juan Cruz (elpais.com)
Hay personas que resultan confortables de inmediato. Llegan transportando toda su humanidad y ocupan en seguida el lugar de un afecto; son cercanos, tienen en la mirada esa frescura que se halla pocas veces en la gente acostumbrada a estar en público. En ese renglón de las caras está el rostro de Mario Gas, actor.
Cuando iba a dejar el Teatro Español (en 2012), Gas puso en escena, con muchísimos actores, el musical Follies (de Stephen Sondheim y James Goldman), y si no hubiera sido porque era obviamente una obra de ficción (y un montaje que Marcos Ordóñez calificó aquí, “en dos palabras”, de “legen-dario”), hubiera parecido la escenificación que el propio Gas hacía de su idea de la vida, parecida a la que alguna vez dejó escrita Pablo Neruda: el destino del hombre es amar y despedirse.
El ser de ficción que él interpretaba en Follies, un productor a punto de cerrar su teatro, reúne a todos sus amigos para hacer una función de despedida. Lo que ocurría en el escenario era, en cierto modo, lo que pasaba en la vida: Gas se iba del Español, alrededor la vida se hacía cada vez más precaria, por culpa de la crisis económica, y muchos creían que aquel símbolo teatral significaba también el adiós a todo esto.
El productor Gas y el director Gas y la persona Gas estaban allá arriba interpretando a un personaje de ficción que él encarnaba con el ánimo en carne viva, y riendo. El resultado fue ese espectáculo legendario por el que Gas y muchos de los que trabajaron con él en esa metáfora obtuvieron este año casi tantos premios Max como los que se daban al teatro.
Se fue del Español, siguió marcado por el veneno del teatro con que sus padres lo acunaron y sigue siendo como aquel productor, un tipo que abraza y ríe; y mantiene en los ojos ese brillo que lo hace afectuoso y a la vez demanda cariño; está aquí, sentado ante mí en el Café Gijón, pero a la vez parece que quisiera estar, de niño, jugando a las canicas en alguna plaza de Barcelona. No se lleva bien con “las cosas cotidianas” como las llama él; es más, le gustaría ser como Onetti o como aquellos parientes de José Manuel Caballero Bonald que para no enfrentarse a la rugosidad de lo que pasa decidieron quedarse en la cama o levantarse muuuuy tarde. A él le encanta ese verso de Ángel González “No hagas hoy lo que puedas dejar para mañana”, porque la vida le propone siempre algo distinto (un periódico, un libro, algo que se encuentra en el pasillo de la casa) a lo que la burocracia le dispone como urgentísimo. “Nada es tan urgentísimo”.
Así que un día es como la vida, ojalá espere, ojalá pasen las horas y estas se resuelvan tomando café, desayunando a las tantas, saludando a los viandantes que le gritan desde los taxis “¡Viva el teatro!” como si él fuera el teatro.
Esa sensación de comodidad que transmite Mario Gas tiene que ver no solo con la mirada que te regala como si tú le hicieras preguntas interesantes, sino también con su vestimenta: los largos fulares (como en Follies), el sombrero blanco, los pantalones que tienen cabida para otro Mario Gas, sus chaquetas volanderas como las que hubiera querido Scott Fitzgerald para Robert Redford en El gran Gatsby… Esa ropa es quizá lo más pausado de este hombre que habla como una ametralladora y tiene tantos proyectos por minuto, tantas aficiones, tantas pasiones, que él mismo podría ser el actor de un monólogo de un actor que representara en escena a alguien que no quisiera morirse nunca.
Alguien que no quisiera morirse nunca… Como el futuro asoma en la conversación, le recuerdo lo que el poeta Ángel González decía cuando, al llegar desde América a Madrid en los últimos veranos de su vida, observaba la frecuencia con que tachaba números de la agenda: “Se me adelgaza el futuro”. A Mario Gas también se le adelgaza la agenda, “pero como ahora los números de los amigos se guardan en el móvil, los dejo ahí, no me apetece borrarlos. Sería como si los borrara de mi alma”. Se fue, hace muy poco, su hermano Manuel, músico como su padre, un ser muy querido para él, una referencia. “Lo de mi hermano fue y sigue siendo duro, sentido y doloroso. Era un ser desprendido, un hombre con unas cualidades inmensas que supo, quiso o vio que tenía que manejarse por unos cauces que le permitieran sobrevivir porque lo que le gustaba no le daba para vivir. Se encausó en un sentido más comercial de la música, pero era un músico enorme”.
Mario tenía “una fe ciega” en Manuel, “en la forma en que conducía sus orquestas, en la sensibilidad que extraía de sus músicos y, sobre todo, en la calidad artística con la que trataba a los cantantes”. Un dúo perfecto: Mario sabía disponer la escena, Manuel le garantizaba el ritmo. “Era fantástico… A la pérdida del hermano se une la pérdida de alguien con quien trabajaba íntimamente, con gustos muy parecidos a los míos”.
A él le gustaría ser como aquel personaje de Kipling, Kim, el amigo de todo el mundo. Habla de los Trías (Carlos, Eugenio, Jorge…). De Constantino Romero, al que conoció cuando los dos tenían 16 años… De Fernando Guillén, de Marsillach, de Fernán Gómez… De Núria Espert, felizmente pletórica, actuando. Y de Vicky Peña, su compañera de años, con la que aún convive a menudo “porque nos buscamos siempre que queremos hablar con alguien muy próximo y es una persona fundamental en mi vida…”. Da la impresión de que si un día lo despojaras del sombrero, de las chaquetas grandes, incluso del teatro, no pasaría nada, pero si le quitaras de dentro la amistad que construye, Mario no sería nadie. “Hay una frase del principio de Pat Garret y Billy the Kid que me gusta mucho. En una pelea se empiezan a matar entre ellos y de repente todos se vuelven porque ha llegado Pat Garret. Entran en la taberna, hablan y Billy le dice a Pat: ‘Vete de aquí porque dentro de tres días voy a perseguirte’. Cuando Pat se va, otro le dice a Billy: ‘Podías haberlo matado, ¿por qué no lo has hecho?’. ‘Es mi amigo’, contesta. La amistad es una búsqueda, y es algo fundamental en la vida”.
¿Y cómo se mantiene la amistad con quien fue tu mujer? “Ah, ¿con Vicky Peña? A costa de voluntad, esfuerzo, trabajo y afinidad. Cuando la pareja se rompe, si al cabo del tiempo eres capaz de ver que detrás de esa relación hay algo sólido, vuelve a salir a flote”. Y eso ha pasado. “Bueno, a la vista está. Creo que nos entendemos. Es una actriz extraordinaria, con un concepto del teatro que me gusta mucho: trabajar siempre con los demás y no intentar absorberlo todo”. Los hijos (de 27 y 30 años) siguen la estela, “cada uno a su manera”.
Cuando habla rejuvenece. “La palabra es buena. A veces engaña, sirve para tapar, pero también descubre. La palabra sirve para hallar el epicentro, y para eso tienes que encontrar el lenguaje justo. Louis Armstrong lo decía: ‘Yo lo que persigo es tocar bien una sola nota’. Expurgar lo que es paja. Decir lo adecuado”.
Los padres, atacados por el veneno de la escena, como su tío Mario Cabré, le inculcaron la pasión del teatro. Se quitó de encima la idea de ser arquitecto, luego también calmó los rescoldos de la vocación diplomática y ahora es ese hombre que ama y abraza y ríe en Follies simulando que es un personaje creado por Sondheim cuando en realidad es Mario Gas. En la cabeza tiene el rumor de las madrugadas, del alcohol y de la juerga nocturna que en algún momento fue la vida de su generación, pero también a Stanislavski, a Chéjov, a Brecht, a Shakespeare, a José Luis Alonso, a Marsillach… Y, cómo no, están Renoir, Houston, Peckinpack. Y Orson Welles, claro. “Tenía que ser del teatro. Venía del teatro. Era el veneno. Me lo bebí”. Se bebió las palabras.
¿Y qué palabras le sugiere lo que pasa?
El mundo occidental va un poco perdido. Las palabras han sido arrebatadas por las élites, que las han vaciado de sentido para encubrir una realidad cada vez más terrible, la consolidación de unos pocos sobre los demás, una especie de capitalismo tenebroso en el que todo es moneda de cambio. Por ahí es muy difícil la profundidad. Esta es una sociedad rápida, cibernética, pero miedosa, temerosa, anquilosada y, sobre todo, dominada por los trusts –algunos visibles, otros invisibles– que están haciendo mucho daño.
Lo resume así: “Es como si alguien dijera: ‘Vamos a seguir ganando; por tanto, vamos a recortar todo lo que hemos conseguido porque si no, no podremos seguir haciéndolo. Vamos a joder la marrana’. Se pierde la ideología, se confunden las cosas, todo se derechiza en el sentido existencial de la palabra y hay mucho miedo encubierto”.
Peter Brook decía que el teatro podría encarnar una revolución; lo han dicho Alfonso Sastre, Pérez Minik y José Monleón; lo dejó escrito Bertolt Brecht. “Con el espectáculo que haces cada día puedes contribuir a esa revolución, hacer que la gente salga mejor que como entró”.
Él quería ser Kubala y ahora se parece a Orson Welles, “pero para ser Welles tienes que tener un talento enorme, ¡no basta con estar gordo, ja ja ja! Como para ser Kubala, por cierto”.
Y luego ¿quién quiso ser Mario Gas?
No sé quién dijo: “En lugar de intentar tener lo que quieres, quiere lo que tienes”. Siempre busco una reacción frente a la pereza, por eso hago tantas cosas. ¡Qué mejor que estar tumbado a la bartola, leer un libro, escuchar música, no hacer nada! Como eso es imposible, me expreso en el teatro.
Como si allá arriba, en el escenario, dibujara su autobiografía. Acaso porque la lleva dentro representó de manera tan legen-daria a aquel productor que cierra su teatro en Follies, su mejor montaje y acaso su modo de decir qué pasa en el sitio que ama y en la vida.

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