Rosa Novell: “He encontrado una nueva luz en el teatro”


Fuente: Jacinto Anton (elpais.com)
Cuando al final de la representación en el teatro Romea se apagan los focos y se hace la oscuridad en el escenario hay una persona que se siente en casa. Rosa Novell (Barcelona, 1953), que se ha quedado ciega a causa de un cáncer, actúa cada noche en L'última trobada, de Christopher Hampton, adaptación teatral de la novela de Sándor Márai que dirige Abel Folk. Cuando entran los espectadores, la actriz se encuentra ya en escena mientras ella y Folk, que también actúa, ultiman los preparativos de vestuario y maquillaje a la vista del público. Novell pide que desconecten los teléfonos móviles y bromea al respecto. Comienza la función.
Cuando a los pocos minutos abandona —acompañada— el escenario, al que no regresará en un buen rato, la espero en los camerinos. Entra apoyada en el brazo de la regidora, Maria. La ayudo a ponerse una bata y a sentarse en una silla. Nos quedamos solos. Estamos muy juntos, rozándonos las rodillas, y me coge la mano. Estudio su rostro con total impunidad. Tiene el cabello muy corto, cano, una suave sonrisa en los labios finos. No se le aprecia nada extraño en los ojos, quizá la pupila más dilatada de lo normal. Los cierra a menudo o mira hacia abajo. Tardas en caer en la cuenta de que no los usa. Irradia una mezcla de fragilidad y dignidad, una extraña grandeza. A fuerza de escrutar sus facciones descubres que está hermosa.
“Te voy tocando y cogiendo la mano porque es mi mirada”, dice. Le pregunto cómo lo vive. “Con estupor y temblores como decían en aquella novela. Es algo que no te lo imaginas, y menos que te pase a ti. Me propuse no quejarme, o quejarme poco, el mínimo, y pensar que cada día es un día más. Me encuentro bien, me encuentro bien, aunque tengo este handicap, este daño colateral”, ríe con risa de gorrión.
No habla con ningún dramatismo —incluso bromea con que se parece a Jean Seberg—, su voz es la de la Rosa Novell de siempre, aunque con algo nuevo indefinible, un timbre más cristalino. “Me levanto cada mañana recordando que he soñado que veo, y entonces pienso: ‘Ya estoy’. Pero es un sueño. Abro los ojos y todo está oscuro. ‘Otro día’, piensas. ¿Cómo lo vivo? No me quiero quejar, solo tirar adelante. Y seré a partir de ahora otra. La Rosa que conocías ya está. La actriz que conocías es otra. Ahora soy esta Rosa Novell que no ve”. Me suelta la mano y mueve las suyas, bonitas y de dedos finos frente a su cara. Luego las deja caer en el regazo como dos palomas cansadas.
Explica que ya ha ido a la ONCE. “Pero me ha costado mucho. Ir y decir ‘no veo, ayudadme’. Has de dejarte querer y eso me ha costado”. Aquí sentados, aislados del mundo, mientras afuera continúa la representación, es fácil perder la noción del tiempo. La noche parece plegarse alrededor como un biombo oscuro. “Que te hayan de duchar…”, prosigue la actriz. “Empiezo a valerme sola, moverme, ir al baño. ¡Siempre he sido una mujer independiente! Una noche, por querer ir demasiado rápido, me caí, me rompí varias costillas. Fue un disparate. Te asustas. Cogí miedo”.
El papel que le ofreció Abel Folk fue muy importante para ella. “Pensaba: ‘si tuviera un objetivo’, algo que me propusieran, algo muy sencillo, que hubiera una luz. Me haría ir adelante. Antes de que me pasara esto Abel me había propuesto el papel, era de vieja, ¡pero a mí me encantan las viejecitas! Entonces, después, me lo volvió a ofrecer. ‘Sigues siendo una actriz’, me dijo. Allá arriba, si no ves no te distrae nada, vives completamente en ese mundo de la representación. Captas de otra manera al público. No sé dónde están, pero ahora es así. No pienso desesperarme. A veces pienso: ‘no veré nunca más la cara de mi último sobrino-nieto’. No me gusta que me compadezcan”.
Le pregunto cómo fue el proceso de quedarse ciega. “Estaba cansada. El teatro me ha dado mucho pero también me ha hecho sufrir mucho. En un momento me desilusioné un poco. Estaba sin trabajo, eso me tocó. Luego hice una obra, Els missatgers no arriban mai, de Biel Mesquida, a finales del 2012, en La Seca. Un gran esfuerzo. Y luego una cosa en el Lliure, con mi hermano Queco, las cartas de Eduard Toldrà al abuelo Clausells, en mayo de 2013. Notaba un pinchazo aquí” —se señala el pecho—. “Me hicieron unas placas y apareció. Había sufrido una embolia pulmonar en el Lliure. Ya no me dejaron salir del hospital, pruebas, y el tumor, pequeño. Había que operar. Me lo hizo el doctor Rosell. ‘Eduardo’, le había dicho yo a mi pareja” (el escritor Eduardo Mendoza) “quiero el mejor’, y resultó que el mejor era de Manresa. Siento una gran admiración por los médicos y los científicos que ayudan a salvar vidas. Entonces empezó aquello que todos te explican, la quimio, etcétera”, —hace un gesto como para apartar el recuerdo— . “Lo llevé bien, en enero de este año me dijeron que la enfermedad estaba controlada. En febrero fui al gimnasio. En marzo me apareció una catarata. El efecto de la quimio o la radio. Luego me salió en el otro ojo. Fue muy difícil, no tuve tiempo de prepararme. Miraba a Eduardo muy de cerca. ‘¿Qué haces?’, me preguntaba él. Y yo pensaba: ‘Para acordarme”.
La regidora viene a buscar a la actriz. Ayudo a quitarle la bata. Se alisa el elegante vestido negro con las manos. Se coge de mi brazo y del de María y la acompañamos hasta la puerta que conduce al escenario. Desde allí siguen solas.
Cuando regresa y vuelve a tomar asiento le pregunto por Sándor Márai, del que ya hizo en teatro otra novela La dona justa. “Márai, como Rodoreda, tienen la habilidad, el talento de llegar directos al lector, y al espectador”. Le pido que explique más sus nuevas sensaciones en el escenario. “Me ofuscaba al principio porque Abel ha colocado público en el escenario, en una grada. El problema es de orientación. Tienes que asumir el espacio, es algo que no haces contando pasos, es algo más abstracto. Aún es pronto para caminar sola. Me dice mi profe que es lo que más cuesta. Allá arriba… siento las voces de los otros, de los compañeros, me orientan. Me es igual no saber cómo es la escenografía. Me dicen que hay hojas en el suelo. Las veo. Con la mirada interior. Da lo mismo que no sean las que hay de verdad. A ti te veo porque recuerdo tu cara”. No encuentro qué decir. Y pienso que si no hablo es como si no existiera y eso me llena de una tristeza que me hace más difícil aún decir nada.
“No me siento diferente. Estoy muy concentrada en mí misma. Es la gente la que me ve diferente. Como actriz también. Quizás he mejorado” —alza la mirada con un gesto de coquetería—; “me gustaría” —deja caer la cabeza otra vez. “Lo que me gustaría es volver a ver”. Rosa Novell explica que está trabajando en una película con Agustí Villaronga. Es un documental, “una cosa que nos hemos inventado, sobre una actriz en mis condiciones, estudiando un texto, El testamento de María, de Colm Tóibín, que habíamos proyectado hacer juntos y no pude hacer” (el director estrenó la obra, su primera puesta en escena, este verano, con Blanca Portillo). La actriz explica que tiene otras propuestas. “No de hacer de cieguita”, advierte, y entonces hablamos de papeles como los de Max Estrella, Lear, Edipo. Y sonríe.
¿Qué es lo que más echa a faltar? Suspira. “Leer un libro. Leer. Y sobre todo la independencia. Eso es lo peor. Y no poder conducir. Me gustaba mucho. La música en cambio ha crecido mucho en mí. Ahora me gustaría ir a más conciertos, al teatro menos”. Dicen que los sentidos se desplazan, aventuro. “El tacto son los ojos”. ¿Ha ganado algo como actriz, en su nueva situación? “Aún es pronto. Temo que ahora es un efecto que ve la gente. Intento hacer lo mismo. Creo que he ganado en concentración. En este personaje, Nini, busco mi propia fragilidad. Antes buscaba cosas más externas”.
“Me gustaría no bajar del escenario, pero no quiero que se convierta en una obsesión, eso antes me ha perjudicado. Ahora hay otras cosas que han pasado a primer término, la gente que me quiere y a la que quiero, los amigos, mi pareja, he recibido un amor tan grande… El teatro está bien, pero…”. La actriz vuelve a hablar de lo que siente en escena: “Una pureza nueva, hay más luz, más fuerza. Me gusta mucho ser actriz, toda la vida me ha gustado meterme en otros personajes. Y el teatro ¡me da hambre! Que es algo muy bueno ahora en mi estado”.
¿Tiene miedo? “Sí, porque me caí, y no sabía dónde estaba”. No dice más de los temores de la oscuridad esta mujer valerosa. Otra vez vienen a buscarla, para la última escena. Me abraza con fuerza y se me hace un nudo en la garganta. Soy yo quien no puede dar un paso y acompañarla y me alegra que no me pueda ver mientras se marcha hacia el escenario y la luz.

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