Francisco Nieva: "Tenemos un público embastecido y primitivo"


Fuente: Alberto Ojeda (elcultural.es)

El rojo veneciano de un telón y algunos cuadros con su firma, de la época en que coqueteaba con la abstracción, revisten las paredes del salón. Su perro Tirso olisquea al periodista. No detecta nada extraño y permite la irrupción en la estancia de su dueño: Francisco Nieva (Valdepeñas, 1924), dramaturgo “muy antiguo y muy revolucionario”. Así se define él mismo. Esa ambivalencia la acredita tras sacudirse la oscuridad del pasillo: concilia un aristocrático bastón que repiquetea sobre el parqué con un jersey a rayas, tan del gusto de los antisistemas. Camina titubeando por la debilidad pero el ánimo lo tiene por las nubes. A sus 90 años, pocas cosas le ilusionan más que ver uno de sus textos materializado sobre las tablas. El próximo viernes (27) paladeará la consumación escénica de Salvator Rosa o El artista en el María Guerrero. 

Avanza hasta un butacón sobre el que se deja caer. Cede al entrevistador el triclinio que queda a su vera y empieza a rememorar: “Es una obra que he estado meditando y destilando durante casi cuarenta años. La comencé en París, después de leer El señor hormiga de Hoffman, cuya literatura fantástica me marcó muchísimo, como la de Poe. De allí tomé a Pittichinaccio, el enano prodigioso. Fue como una revelación: vi claro que podía sacarse una comedia”. Una comedia que depliega en el convulso Nápoles de 1647, en medio de la revuelta acaudillada por el pescadero Masianelo contra el impuesto sobre la fruta instaurado por Felipe IV. 

La versión de Guillermo Heras trasluce (sin remarcar) el paralelismo entre este levantamiento popular y el movimiento indignado que tomó las plazas españolas para recriminar a la clase política su inoperancia y su corrupción. Nieva le tiene mucha fe al director madrileño desde que en 1993 adaptase su Nosferatuen el malogrado Centro de Nuevas Tendencias Escénicas. Suscribe también la conexión entre ambos capítulos históricos. En el fondo, se siente un “indignado” más: “Aquella tasa del virreinato español sometió a los napolitanos a un régimen de hambre. Aquí los recortes y la puñalada del IVA al 21% han originado un desastre. Yo viví con esperanza la marea indignada, creo que Podemos es una brecha de luz entre tanta oscuridad”. 

Le duelen a Nieva sobre todo los tajos en educación y cultura: “Lo que provocan es que la gente retroceda ante el teatro serio y refinado, y fomentan un público primitivo y embastecido, que sólo responde al chiste fácil. Eso es lo que tenemos ahora. Echo mucho de menos al público que tenían Ionesco, Beckett... Aunque también es cierto que hoy la vanguardia en teatro es muy cargante, muy tópica y muy aburrida, con esa obsesión de dotar de una estética contemporánea a los clásicos. Yo sigo sintiendo infinitamente la desaparición de Buero Vallejo del panorama escénico español. Nos dejó huérfanos. Por un tiempo tuve la esperanza de que la generación de modernos en la que me incluían pudiera relanzar en nuestros teatros el barroco clásico español. Por ahí iban Las salvajes en Puente San Gil de Martín Recuerda, que tanto me impactó cuando regresé a España. Pero no ha sido así. A autores tan talentosos como Manuel Martínez Mediero no se les hace caso apenas”. 

Él también fue recluido en el anonimato muchos años. La ortopedia moral franquista, escandalizada por los explícitos desnudos de sus piezas, no le dio la más mínima oportunidad. Sus recursos acababan invariablemente en la papelera de los jerarcas culturales del régimen. Y el azar, a su vez, le dio varios portazos en la nariz. En el Teatro Massimo de Palermo, uno de sus templos creativos primigenios, vio cómo su escenografía de La vida breve de Falla se bamboleaba al compás de un terremoto, a punto de desmoronarse. Contemplaba el espectáculo consternado desde el palco real, donde se había quedado solo frente a su mala suerte. Hasta que Rossellini le tomó del brazo, le afeó su terquedad melancólica y se lo llevó a tomar un amaretto a la plaza. 

Inclemencias del azar

Eran los comienzos de los 60 y ambos se habían hecho muy amigos. La coincidencia de atravesar sendos naufragios matrimoniales había consolidado su complicidad. Estuvo además a punto de cuajar una Traviata con Visconti en Milán. Pero justo antes de encontrarse con él en la capital lombarda, en una cita orquestada por Lucía Bosé (amante en su día del hermano del cineasta, el verdadero Conde Visconti), éste quedaba postrado en una silla de ruedas.

La democracia le permitió al fin comunicarse con el público y le reconoció generosamente su labor literaria (tiene tres premios nacionales y el Príncipe de Asturias). Aun así, cierto mal fario seguía fustigándole: una huelga de transportes abortó prematuramente las funciones de El baile de los ardientes en los primeros 90. Y la complejidad escénica de sus comedias, que reclaman dimensiones operísticas, tampoco facilitaba que sus títulos proliferasen en las carteleras españolas. Algunos proyectos se quedaron colgados en el limbo de las obras nunca representadas. Ese era el caso de Salvator Rosa o El artista, que estuvo a punto de montar precisamente en el María Guerrero nada menos que Lluís Pasqual, pero al final no terminaron de entenderse. 

Fue otro capítulo frustrante para Nieva. O mejor dicho: especialmente frustrante. El académico de la RAE ha deslizado más de una vez que se trata de su “obra predilecta”. Pero como con La vida breve, con la que reabrió en 1997 el Teatro Real, Nieva tendrá la posibilidad de resarcirse. Su Salvator Rosa, encarnación del artista aventurero y rebelde, será una presencia tangible sobre el escenario. Nancho Novo interpretará al pintor napolitano, figura histórica con la que Nieva empatiza al milímetro. “Representa el romanticismo más puro, como el Conde Potocki”, explica en esta casa anclada a la espalda del Palacio de Santa Cruz, en ese Madrid castizo y populachero que le maravilló a su vuelta de París en 1963. 

Más allá de las aristas sociopolíticas, en Salvator Rosa Nieva reincide en sus disquisiciones artísticas. Establece una tensa dialéctica entre el realismo enarbolado por el trentino y sombrío Ribera (Lo Spagnoleto) y el extravagante Salvator, precursor a su modo del surrealismo. El primero sale muy mal parado: Nieva lo presenta como un lacayo de los poderosos, que no tiene reparo en represaliar a quienes contravienen el credo realista, llegando incluso al asesinato. El Cabal de Nápoles, especie de inquisición pictórica comandada por él, hizo desaparecer a algunos díscolos pintores en el interior del mar. “¡Viva España, viva el realismo, viva la naturaleza muerta!”, brama Ribera en el primero de los dos actos que conforman la comedia. 

El segundo está en las antípodas. Es un libertario que no se arredra ante los talibanes del pincel, otro héroe nievano empecinado en ampliar su libertad individual, como Cambicio (El baile de los ardientes), Villier y Zoe (Te quiero, zorra), Nosferatu... “Estoy maldito de Dios por haber elegido el arte, es el fardo secreto que yo arrastro. Pero he recorrido con fiereza las tierras y los caminos, he ido a escupir en plena boca ardiente del Vesubio, he dormido en los desiertos, visitado los antros de las Sibilas, buscado la compañía de bandidos, los parajes solitarios, los charcos en donde hierve la malaria...”. A través de esta réplica de Salvator, Nieva filtra y sublima su asendereada biografía. Al mismo tiempo levanta acta de sus postulados artísticos, los que ha defendido a capa y espada, a pluma y tintero, desde que se volcó en la escritura dramática como una venganza póstuma brindada a su padre, gobernador civil en Toledo en los años 30. “Él hubiera querido ser un autor teatral pero su familia, poderosa y rica, llena de prejuicios, no se lo permitió. Me dio mucha pena que muriera sin haber desarrollado su verdadera vocación. Él fue quien me inició en este oficio, jugando con un pequeño teatrito de cartón. Su frustración al morir fue el chispazo que desencadenó mi escritura”.

El recuerdo adolescente lo engarza con la confesión provecta: “Salvator Rosa soy yo”, proclama con Tirso por testigo, a su lado durante toda la entrevista. “Es un personaje con el que me descubro y me parodio, a mí y al egotismo tan propio de los artistas. Me recuerda mucho a Fellini, un egotista tremendo, sobre todo en Ocho y medio, y un genio excepcional que alumbró el neorrealismo más puro con I vitelloni y Luces de variedades. Yo me río de mí, de mis excesivas ambiciones artísticas. Es también una autocaricatura, una obra clave para saber quién es Francisco Nieva”.

Algo que resulta todavía bien complejo, y que todas las tesis que han diseccionado su dramaturgia no han terminado de aprehender del todo. A Nieva le resbalan las etiquetas simplistas porque su ideario escénico y personal es una sucesiva confabulación de contradicciones: la espectacularidad y el ornato escenográfico armonizados con la pureza de la palabra, el esteticismo más refinado con el descaro populachero, lo grotesco con lo sublime, la decadencia aristocrática con el vitalismo proletario, la transgresión vanguardista en cómplice alianza con el clasicismo barroco, el símbolo y el mito tatuados en la carne desnuda, la orgía compartida de las pasiones nobles y los instintos de la entrepierna...


Furia, farsa, calamidad

En definitiva, un universo simbiótico único que Nieva ha bautizado con diferentes nombres: Teatro Furioso (La carroza de plomo candente, El combate de Ópalos y Tasia...), Teatro de farsa y calamidad (La señora tártara, El baile de los ardientes...), Teatro de crónica y estampa (Sombra y quimera de Larra)... Y que a pesar de los achaques aparejados a un hombre que ha exprimido ya casi un siglo entero, pretende seguir moldeando con sus propias manos: “No descarto volver a dirigir. Visconti rodó desde la silla de ruedas las magistrales Confidencias y El inocente y hay algunas obras mías que no han sido representadas como me hubiera gustado. Yo moriré sobre el escenario, como Molière”. 

Entre el vodevil y la zarzuela

Francisco Nieva recaló en la RESAD por aclamación popular en los primeros 70. Los alumnos de la escuela madrileña, hartos del acartonamiento general de sus profesores, exigieron una renovación de docentes y contenidos. Guillermo Heras fue uno de los impulsores de la revuelta y nunca se ha arrepentido. “Era un poco energúmeno entonces”, recuerda socarrón. En unos días pasó de estudiar qué era una gola, un bodoque y otros aditamentos indumentarios de época colocados sobre un maniquí, casi como en clases de anatomía forense, a adentrarse en el espacio escénico concebido por las vanguardias del siglo XX. Un territorio que Nieva, fogueado en París, Palermo y Berlín, dominaba al detalle y que, además, había enriquecido fundiéndolo con la tradición barroca española. 

Aquella cercanía con el maestro le dio autoridad para trasvasar su literatura dramática a las tablas. Tras haber cristalizado Nosferatu en 1993 (trabajo que le valió el Premio Nacional de Teatro), la puesta en escena de Salvator Rosa o El artista la ha concebido como un homenaje a su maestro: “Mi idea es dirigirla como si lo hiciera él, siendo muy respetuoso con su estética. Por eso me he rodeado de creadores nievanos. El vestuario, la iluminación, la escenografía, la coreografía, la música... Todos esos apartados están en manos de gente que ha trabajado antes en la puestas en escena de Nieva”, explica a El Cultural. El montaje de Heras se sostiene sobre dos vigas maestras. El vodevil francés, por un lado, imprimiéndole un ritmo endiablado a las apariciones y desapariciones de los personajes en escena por diversas puertas y pasadizos. En este caos circulatorio estalla la vis cómica de su propuesta: “Buscamos el humor, no la risotada”. Y, por otro, el expresionismo de la zarzuela, para algunos un género demodé y populachero, reproche que a Heras no parece importarle. Y menos aun a Nieva, siempre ajeno a modas y corrientes dominantes.

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