El tiempo no pasa por los Conway

Cuando Juan Carlos Pérez de la Fuente leyó, hace más de treinta y cinco años, El tiempo y los Conway, la obra de J. B. Priestley, decidió que algún día la dirigiría. Ya lo ha hecho. El Palacio de Festivales de Cantabria, que esos días celebra sus primeros veinte años de vida con una programación extraordinaria, acogió el viernes el estreno de la nueva producción que ha puesto en pie el director madrileño. Estrenada en Londres en 1937, forma parte de una trilogía que el autor, uno de los grandes dramaturgos ingleses de la primera mitad del siglo XX, dedicó a los efectos del paso del tiempo. Y esas arrugas, más emocionales que físicas, ese espejo delator e impertinente en su sinceridad, son la columna vertebral sobre la que se sustenta la obra, donde el juego dramático propuesto por Priestley supone una vuelta de tuerca; arranca la acción en 1919, en una alegre fiesta de cumpleaños de una de las Priestley, una acomodada familia británica.
Ha concluido la Primera Guerra Mundial y con todos los hermanos reunidos en torno a la señora Priestley, el futuro se presenta próspero. El segundo acto viaja hacia el futuro, veinte años después, y toda la felicidad, todo el optimismo que se respiraba en el primero, son ahora los añicos de un espejo roto con violencia. El tercer acto devuelve a la familia a aquel feliz 1919, es la continuación del primero, y todos los personaje van desgranando unos sueños que el espectador sabe ya que nunca van a cumplirse. Es, en este sentido, un texto cruel, terriblemente descorazonador, pero emocionante y sobrecogedor. La versión de Juan Carlos Pérez de la Fuente es limpia y transparente. Sobre una adaptación de Luis Alberto de Cuenca y Alicia Pérez Mariño, traza una puesta en escena donde el blanco y negro domina la esquemática escenografía, que firma el propio director, en contraste con el discreto colorido del vestuario de Javier Artiñano.
Es, lo ha dicho a menudo Pérez de la Fuente, una obra de actores, y en ese sentido viaja su dirección, que huye del naturalismo, que camina sobre el filo del acartonamiento sin caer nunca en él (este tipo de teatro es como una vieja dama a la que hay que saber vestir para disimular su edad). La carne de los personajes, especialmente en un segundo acto avasallador, huele a verdad, y ese es el perfume que destila la función, tensada siempre y enormemente comunicativa. Una función por la que, al contrario que en la obra, no ha pasado el tiempo. Una imponente Luisa Martín encabeza el coral, nutrido y afinadísimo reparto de esta función, que completan Nuria Gallardo, Alejandro Tous, Juan Díaz, Chusa Barbero, Débora Izaguirre, Ruth Salas, Alba Alonso, Román Sánchez Gregory y Toni Martínez.
Fuente: Julio Bravo (www.abc.es)

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