Lluís Pasqual y Eduard Fernández, una mirada a la escena



Se conocen bien. Su primer encuentro fue hace 19 años en el Roberto Zucco de Koltès que Lluís Pasqual dirigía y Eduard Fernández protagonizaba. Desde entonces sus caminos se han cruzado varias veces: Goldoni, Beckett, Shakespeare. Ahora Fernández encabeza el reparto de Quitt, els irresponsables són en vies d’extinció, de Peter Handke, el último montaje de Pasqual, en el Teatre Lliure de Montjuïc (hasta el 26 de febrero), que posteriormente se verá en Madrid en versión en castellano (Teatro Valle Inclán, 7 de marzo al 1 de abril). Aprovechando la ocasión –y que la obra es una reflexión sobre los mecanismos del capitalismo- los hemos reunido para hablar de la situación del teatro en estos tiempos de crisis. Mientras entramos en materia, Eduard se refiere muy orgulloso a su hija Greta, de 17 años, también actriz, que actúa en la popular serie de TV3 La Riera, y a Harvey Keitel. De la primera explica los consejos stanislavskianos que él le ha dado –“cuando actúes piensa en las cosas que te han pasado a tí”-. Del actor estadounidense, con el que trabajó en la película El misterio Galíndez (2003), comenta con asombro que tiene por contrato que no se le haga comer en plano, que no salga comiendo en pantalla vamos. Personalidades diferentes, Pasqual más reflexivo, aunque se puede mostrar vehemente; Fernández más impulsivo, se alternan sin atropellarse, hablando con la familiaridad y el ritmo de dos veteranos actores que se dan la réplica como si interpretaran una melodía a dos voces.

¿Que recordáis de aquel Zucco de 1993?

Lluís Pasqual. Pues ahora pienso que si toda la gente que dice que lo vio y habla de aquel espectáculo hubiera subido aquí a Montjuïc a verlo entonces hubiéramos actuado siempre a teatro lleno.

Eduard Fernández. ¡Hubiera sido el gran éxito de la historia! Es cierto que mucha gente se acuerda: el otro día al salir de hacer Quitt, una pareja mayor me felicitó y él me dijo: “Pero para mí siempre serás el Zucco”. Era, el Zucco, lo primero que hacía de teatro de texto digamos convencional, hasta entonces había trabajado con Joglars y en cosas de mimo o payaso. Estaba muy acojonado. ¡El Lliure y Pasqual!

LL. P. No sabía hablar (risa estentórea de Fernández). Luego he visto que en él, en Eduard, se hace evidente el principio de Lecoq, el mimo y maestro de teatro, de que no hay diferencia entre decir un texto o expresarse físicamente, que son el mismo aprendizaje, la misma cosa. Cuando Lecoq señala la necesidad de la vuelta a cero, del reset como diríamos ahora, y que de ahí, a partir de ahí, se construye todo, está enunciando un principio de validez general.

Recuerdo a Eduard como una fuerza de la naturaleza.

LL. P. Lo sigue siendo.

E. F. Tenía miedo. Yo soy un actor que he aprendido a la antigua, en las tablas. Actuar es un arte expuesto.

Hace casi 20 años del Zucco. ¿Hemos ido a mejor o a peor? ¿Qué ha sido de los sueños y aspiraciones de aquella época? Estamos en el Teatre Lliure de Montjuïc, una de aquellas viejas reivindicaciones…

LL. P. Era un tiempo de soñar, sí. Pero tiene razón la Biblia cuando dice que hay un tiempo para cada cosa. Un tiempo para los sueños y otro para hacerlos vivir. Aquel tiempo… todos íbamos en la misma dirección. ¿Estábamos menos desengañados? Seguramente. Vivimos en una época fantástica por muchas cosas, pero que te va dando golpes de martillo. Yo digo que vivimos en tiempos de desclasificación: descubrimos continuamente cosas que nos hacen más clarividentes, pero a cambio nos volvemos menos inocentes. Cada vez está más claro que nos han ido engañando, repetidamente. Ahora sabemos que los alemanes no fueron los que mataron a los judíos de aquel pueblecito polaco, Jedwabne, sino sus propios vecinos. Que el Vaticano no ha firmado la mayoría de los puntos de la declaración de los Derechos Humanos. Que el mercado financiero no estaba ahí para hacernos más felices.

E. F. Cuando veo mi carrera, aunque prefiero considerarla más como un paseo, para evitar las connotaciones de competición, observo que he ido haciendo, sin plantearme un camino ni qué haría después de cada cosa. Pero precisamente por eso me gusta el teatro. Cada día es diferente, impredecible. Esa incertidumbre me gusta. Éramos muy jóvenes entonces, con aquel Zucco. Las cosas nos parecen distintas, pero si les preguntamos a los jóvenes de ahora dentro de veinte años nos dirán lo mismo que decimos nosotros de nuestro pasado.

La crisis.

E. F. Es una tragedia para muchos, eso por delante. Pero tiene sus cosas buenas. El teatro tiene la costumbre de apalancarse mucho, de entregarse a las mismas fórmulas, y la situación lo ha despertado.

LL. P. Es más estimulante hacer teatro en tiempo de crisis.

Y la gente sigue acudiendo a los teatros, al menos a algunos. ¿Por qué?, ¿catarsis?

LL. P. Esas dos horas o dos horas y media que pasan ahí los acompañan luego durante más tiempo. Ofrece un contraste, un contrapunto y a la vez un espejo a sus vidas. Hay una función catártica sin duda, pero la tiene no solo el teatro, sino el libro, el concierto, un buen programa de televisión.

Las estadísticas en Barcelona muestran incluso un ascenso del público teatral.

LL. P. El fenómeno coincide con la necesidad del directo. El audiovisual se puede manipular de manera infinita, uno mismo puede usarlo y reconvertirlo a su antojo, consumirlo cómo y cuándo quiera. Y eso provoca una necesidad de referencia, de patrón oro, de autenticidad, en síntesis, de la persona real, a la que puedes ver hablar, respirar, sudar, delante de ti, en el escenario.

E. F. El engaño en el directo es menos probable. No tiene los registros de engaño que posee el cine, por ejemplo.

LL. P. Y si estás ante un actor como Eduard, que hace aquello que decía María Casares: “Para mí hacer teatro es ponerme en peligro”, pues la experiencia es incomparable.

E. F. Yo insisto que paso mucho miedo antes de salir. Entiendo lo de los toreros, que van a la iglesia antes de la corrida. Te dices: “sal ahí y hazlo”. Es el estímulo de actuar en vivo. Notas cómo el público respira, cómo reaccionan ante lo que haces. Eso es un enorme estímulo.

Muchos se preguntan estos días cómo es que la gente se gasta el dinero en una entrada de teatro, con tanto apuro y recorte.

LL. P. ¿Quizá por aquella antigua sentencia de que el hombre es la medida de todas las cosas?, ¿por volver a la dimensión humana, al calor, al abrazo de la presencia de la humanidad, para volver a medirte con el hombre en tiempos en que parece que todo está en manos de los ciegos dioses de las grandes elucubraciones económicas? Seguramente influye el que en el teatro, en la sala, la gente se encuentra con los otros, notas su presencia, topas con los codos, no como en el cine sino en una situación activa en la que tu reacción provoca efectos, en la que hay una corriente de interacciones entre la platea y el escenario. El teatro es un lugar diferente a todo lo demás y cuando te brinda una gran representación, algo único y especial…

E. F. Me gusta esa idea de que la gente viene a vernos por la necesidad de compartir humanidad. Es un gran acto ritual en el que nos miramos a la cara actores y público. Y es especialmente intenso cuando hay riesgo. El camino no está siempre trazado.

LL. P. Eso único que te da el teatro… Lo comparo con una cosa que experimenté, caminando de noche para ver las luminarias del Etna, las luces de las irrupciones de lava. Un paisaje lunar, los pies castigados dentro de los zapatos destrozados por andar sobre piedras afiladas. Siguiendo la lucecita del guía, para llegar a aquella incandescencia.

E. F. El cine es otra cosa. Un Óscar de interpretación lo puede ganar un mal actor e incluso alguien que ni siquiera es actor.

LL. P. Rafa Anglada lo decía: “¡El cine!, ¡pero si pueden hacer actuar a la mula Francis!”

E. F. Mis ganas de hacer teatro tienen que ver con eso. Por eso me meto en estos líos, como en Quitt. Y luego me digo: “¡Qué loco estás Eduard con lo tranquilo que es hacer cine!”.

¿Cómo veis en general la situación actual del mundo?

LL. P. Estamos en la III Guerra Mundial, aunque no es como la de 1939-45. Es una guerra financiera. El Estado de bienestar caía mal al capitalismo y lo consideraba peligroso. Entonces: un paso a la derecha, o tres o diez.

E. F. Miras a Sudamérica y ves cosas que nos pueden ser útiles en Europa. Ellos están acostumbrados a crisis como esta, saben vivir en ella. Tenemos mucho que aprender de ellos. Y debemos hacerlo.

LL. P. Si fuera más joven estaría en otro sitio. Buenos Aires quizá.

E. F. Es una época para moverse.

¿Hay textos especiales para estos tiempos?, ¿los buscáis?, ¿cosas que os gusten?

LL. P. Nunca he buscado un texto porque me gustara. Al contrario, hay un impulso masoquista de enfrentarme a cosas que el cuerpo no me pide, difíciles, duras. Es la necesidad de abrir un cajón oscuro. El teatro es una buena alternativa al psiquiatra.

E. F. Es un buen momento para buscar saliendo de las comodidades. Hay que moverse, explorar. Ya que no nos creemos nada –una frase de Quitt por cierto- tenemos que empezar a tirar del carro por nosotros mismos. Que la gente se ponga en primer plano.

Hablemos de la relación director-actor.

LL. P. Las buenas son las que no se explican. La gente con la que a lo largo de la vida me he entendido mejor, las del ámbito profesional y también las del sentimental, es con la que menos palabras he necesitado. La relación director-actor es una pura cuestión química, que depende de una cosa que el diccionario denomina confianza. Y que en el Kama Sutra se llama estar abierto de piernas. Muchas veces te pierdes, como director y como actor, y te encuentras. Eso sucede cuando hay química, confianza. No es un amor fou, ojo, sino una mezcla de amor e inteligencia. De frío y caliente.

E. F. Sí, es un acto de confianza. Los actores somos débiles, criaturas expuestas, necesitamos la confianza del director para poder crear intuitivamente.

¿Qué es esencial para ver teatro?

LL. P. Como para tantas cosas en la vida, la curiosidad. Deberían ponerla de asignatura obligatoria para todos los ciudadanos.

E. F. En lenguaje popular es aquello de “a ver qué hacen”

¿Sirve Shakespeare para la crisis?

LL. P. Shakespeare sirve siempre.

Fuente: Jacinto Antón (www.elpais.com)

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