Con la mesa puesta



Fuente: Roger Salas (elpais.com)
Una parte considerable del material coreográfico está basado en el arte del porteador: el hombre lleva en volandas a la mujer, la ase y la lanza a la aventura íntima, a un terreno o laberinto que será sorpresivo; se trata de algo muy físico y sin concesiones, con riesgo. La actriz hace un esfuerzo para entrar en un registro ajeno: el baile. Se evidencia que no es una bailarina, no lo pretende aparentar, sino que se vale de Muraday para apoyar una explosión de roce y búsqueda. Todo es un tira y afloja donde ella cautiva convincente con su encanto mientras la réplica le viene de una sombra agresiva que hasta vuela. Diríase que se compensan.
Pueden los artistas hablar incesante y ansiosamente, pero lo mejor de ellos, donde lo dan todo esta vez, está en otro sitio y no en la palabra. Como casi siempre pasa en la danza, los textos quedan ociosos, ya sean de gran enjundia o como en este caso, de filosofía de barra (de bar). Los diálogos no aportan demasiado; no llegan a molestar pero se muestran prescindibles ante sus arrolladoras muestras de energía, compenetración y transmisión actoral. Es el equilibrio entre los valores intelectuales y los artísticos lo que se pone en juego, y esta obra seria vale la pena, lejos del micrófono, mejor que mejor. Se deja ver con facilidad, se entra en la historia enseguida y su ritmo está conseguido de principio a fin; decir que se dejan la piel, no es un lugar común.
Con la música sucede algo similar. No hacen faltan esas cancioncitas en inglés. Las partituras originales, ya sean las electrónicas puras o las de guitarra (con el excelente y potente ostinato de la primera sección) abarcan la escena globalmente, arropan la acción y a la pareja; lo demás es accesorio y quita fuerza a los momentos dramáticos, que definitivamente ganan la partida a partir de que se queda la mesa puesta, un símbolo de que la armonía de una hermosa vajilla blanca, un bouquet de flores rojas y un buen vino pueden ser solamente un pretexto más en la búsqueda esencial de dos seres desesperados, contradictorios, y como personajes, dibujados con crudo acierto.
Luces, escenografía y vestuario están esmeradamente cuidados en una síntesis que no tape en ningún momento esa acción que trepida hacia la catarsis o como esperanzadamente sugieren los dos amantes, a un reinicio del ritual y la aventura.
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Coreografía y baile: Chevy Muraday; música: Ricardo Miluy Mariano Martín; dirección y luces: David Picazo; textos: Pablo Messiez. Con Marta Atura. Matadero Madrid. Hasta el 24 de marzo.

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