Milagro teatral en pequeño formato



Fuente: Javier Molina (elpais.com)
Al bajar del taxi, José Martínez mira a su alrededor, se palpa la billetera y agarra a su mujer del brazo. Parece inquieto mientras camina entre la bulliciosa masa multicolor que pulula por las angostas calles del barrio de Lavapiés. “¿Eso es el teatro?”, pregunta incrédulo al llegar al portal número 24 de la calle de los Abades. Tiene 69 años y hace casi diez que no acude a una representación. Su perplejidad no disminuye al entrar en la sala, una casa oscura y estrecha de ornamento decimonónico. Su paciencia parece a punto de agotarse cuando, tras pagar la entrada, es conducido a una habitación de 20 metros cuadrados y sentado en una incómoda silla de madera rechinante. Al poco, la luz se apaga y aparecen dos hombrecillos barbudos disfrazados de niñas de colegio de monjas. Resopla, bosteza, remueve el culo. “No duro hasta el final”, advierte a su avergonzada esposa. El público chista para que se calle. Los minutos pasan y el desastre parece inminente. Pero algo ocurre a lo largo de la hora y cuarto que dura la obra: al final del primer acto, José parece atento y concentrado; en el segundo ha soltado más de diez carcajadas, y al finalizar la función, sus ojos son dos esferas abiertas y humedecidas y sus palmas amenazan con romperse de tanto aplaudir. “¡Bravo!”, grita antes de salir de La Casa de la Portera.
La obra en cuestión se llama Las huérfanas y es uno de los últimos éxitos de José Martret, director y fundador de la sala, que protagoniza junto a Jorge Calvo esta asombrosa comedia con ecos almodovarianos. Los 25 espectadores tratan de disimular las lágrimas ante estos dos travestidos que se hacen más complejos y entrañables a cada instante.
No es la primera vez que ocurre. El pasado 8 de marzo se cumplió un año desde que Alberto Puraenvidia reformó y decoró este bajo lóbrego –que fue local anarquista, refugio patera para inmigrantes y hogar de la portera– y lo transformó en el escenario de Ivan-Off, la versión de Chejov con la que su socio José Martret dio inicio a uno de los acontecimientos más sorprendentes del mundo de las tablas. Desde entonces, más de 10.000 personas se han sentado en las 25 butacas de La Casa de la Portera, según estimaciones propias, y el dúo fundador ha recibido más de 30 propuestas de repu­­tados directores. Las obras seleccionadas llenan a diario con listas de espera de hasta un mes para comprar entradas. Un milagro teatral que no llega solo: a su lado emergen otras salas alternativas que se mantienen a flote gracias a un boca a boca muy intenso. Entre las que destacan están Microteatro por Dinero, pionera de los formatos cortos, y la Flyhard, que está cautivando al público de Barcelona. A estas les siguen nuevos espacios con espectáculos de gran calidad, como las madrileñas LumièreKubik FabrikSala Tú y Teatro del Arte, y las barcelonesas Atic22Atrium y Porta 4. Son solo algunos de los ejemplos recientes que sirven como remanso y referente en el agónico pano­­rama de la escena independien­­te. El diario británico The Guardian ha llegado a referirse a algunos de estos lugares como parte de “una revolución cultural dentro del teatro español”.
El fenómeno de lo alternativo no tiene nada de nuevo. En España, desde mediados de los ochenta, varias compañías y escuelas de actores abrieron espacios no convencionales enfocados a un público menos numeroso, pero más entregado. Los noventa supusieron la consolidación de un movimiento que cristalizó en salas como la Cuarta Pared, la Triángulo y la barcelonesa Beckett, motor de la dramaturgia contemporánea catalana. Talleres, garajes, edificios en ruinas y todo tipo de rincones imposibles se teatralizaron gracias al esfuerzo de los creadores.
Si atendemos a las confidencias de los teatreros más curtidos, Madrid siempre fue el vivero de la escena nacional y hoy no ha dejado de serlo. Su poder telúrico tiende a concentrar un influjo cultural que se repite a lo largo del tiempo. Ya en el Siglo de Oro, algunos de los mayores genios de la historia, como Cervantes, Lope, Góngora y Quevedo, convivieron en unas pocas calles. Lorca, Alberti y Miguel Hernández hicieron de las suyas en el Madrid de preguerra. El arte más vanguardista volvió a ponerse de acuerdo desde los años previos a la movida. Y hoy, en plena crisis, parece brotar de las cenizas en pequeños espacios que ejercen un gran poder de atracción. Uno de los veteranos del teatro español, el actor y director José María Pou, no ahorra elogios para definir el fenómeno: “Estas salas son un semillero fantástico para los creadores”.
Un teatro que capta la atmósfera vital de nuestro tiempo, que surge del impulso de actuar ante los acontecimientos que vivimos. Animalario fue la palabra clave, y La boda de Alejandro y Ana, el punto y aparte que marcó la escena española en 2004. Aquella sátira sobre la derecha fue representada en un salón de bodas auténtico y aún hoy sigue inspirando a los miembros de la compañía. Uno de sus artífices, Alberto San Juan, regresa a salas alternativas como la Cuarta Pared –donde Animalario hizo sus pinitos– y la Triángulo para protagonizar monólogos cortos circunscritos en el teatro reivindicativo. Y es que para el actor, el resurgimiento de la escena independiente va ligado a la necesidad de cambio social: “Ya lo decían en el 68: cuando el Parlamento se convierte en un teatro, el teatro ha de ser un Parlamento”.
Independiente, artesano, experimental… Las definiciones no sirven para concretar la esencia de los nuevos modelos que surgen ajenos al mundo institucional. Y mucho menos para explicar su éxito. Entrar un sábado en Microteatro por Dinero puede convertirse en una experiencia no apta para claustrofóbicos. Pero debe de ser que el roce es adictivo o hedónico. Solo así se explica la incesante afluencia de espectadores que acuden a ver las piezas de 15 minutos a cuatro euros por función. Ubicada en pleno centro de Madrid, la sala fue una antigua carnicería hasta que un grupo de actores y directores liderados por el cineasta Miguel Alcantud la transformó en una especie de burdel escénicocompuesto por cinco habitaciones alineadas de unos siete metros cuadrados cada una. El resultado es un lugar en el que, al decir del dramaturgo Félix Sabroso, “uno tiene la sensación de que va a hacer el amor”. Quince personas pasan en fila y se apiñan en cada cubículo como mejor pueden, sentados, apoyados en la pared o en el hombro del de al lado. Los actores trabajan a centímetros de los espectadores, casi llegando al contacto físico, a lo pudoroso.
“Nuestra casa es la de todos los actores, directores y dramaturgos que se atrevan a contar una historia en 15 minutos”. La sala recibe unas 150 propuestas mensuales y ha engatusado a decenas de miles de espectadores. Una comedia rusa, una escena de tanatorio, una discusión en una cama de matrimonio o una exhibición de danza acrobática pueden sorprender en cada sala. Nunca ver teatro fue tan visceral.
El auge de los pequeños formatos tuvo sus orígenes en los años cincuenta en el off-Broadway neoyorquino. Se trataba de una serie de locales que daban cabida a un arte premeditadamente humilde, sin los oropeles de los coliseos de Manhattan. En su tiempo fue todo un bombazo. Pero dos décadas después el off se contagió del éxito, los precios subieron y los creadores alternativos decidieron huir más lejos del centro para crear el off-off-Broadway en salas aún más pequeñas.
La esencia de lo alternativo no llegó directamente desde la Gran Manzana. Sudamérica funcionó como un gran pinball que hizo rebotar la bola hasta España. En los ochenta, la dictadura militar argentina llevó al exilio a decenas de profesores que exportaron el modelo a Madrid y Barcelona. La frescura del teatro bonaerense impactó a los creadores españoles acostumbrados al estilo declamatorio del franquismo. Hoy sigue siendo un referente indiscutible: en 2005, el porteño Claudio Tolcachir transformó su casa en un escenario –Timbre 4– que sacudió el mundo teatral con un éxito transatlántico. José Martret emuló el experimento en La Casa de la Portera y el eco de los aplausos llegó –como por un nuevo golpe de pinball– a los teatreros del otro lado del charco. Tanto es así que el pasado febrero, el actor y director Lautaro Perotti, cofundador de Timbre 4, estrenó en la sala de Martret su obra más intimista: Breve ejercicio para sobrevivir. “Estos pequeños teatros son nuestros hermanos”, comenta el porteño, “ambos nacemos del compromiso absoluto con el arte”. Un ejemplo de sinergia entre dos actitudes artísticas que no entienden de crisis.
Hoy, Timbre 4 tiene un gran palco de butacas. Y el proceso que ha experimentado la escena alternativa española es similar. Salas como la Cuarta Pared y la Beckett crecieron, comenzaron a depender de las subvenciones y se consolidaron como espacios de referencia en los que, al igual que en Nueva York, el término off cada vez encajaba menos.
La tormenta perfecta llegó con la crisis, y más aún tras la subida del IVA al 21%, decretada por el Gobierno en septiembre de 2012. En solo cuatro meses, el teatro perdió un 31,43% de espectadores con respecto al año anterior. Y tras la paulatina pérdida de las ayudas institucionales, muchos se cansaron de esperar y crearon microespacios constituidos como asociaciones culturales con propuestas artísticas más atrevidas. El off-off español ha llegado para quedarse. Aunque nadie se está haciendo rico en el camino, la respuesta del público está logrando mantener los puestos de trabajo. Y en estos tiempos, eso es una gran noticia.
Nos trasladamos a Barcelona, donde el fenómeno de las pequeñas salas se vive en versión catalana. El mayor éxito se traduce de forma unánime en la sala Flyhard, un espacio con 40 butacas ubicado en el barrio de Sants que, al decir del crítico de EL PAÍS Marcos Ordóñez, es “el lugar de la escena barcelonesa donde más cosas están pasando”.
En marzo, esta sala estrenó Rei borni, una sutil comedia negra sobre la violencia policial y la concienciación en tiempos de crisis. “Con este tema lo petaríamos en Madrid”, comenta Alaín Hernández, responsable de encarnar a un violento mosso d’esquadra capaz de provocar odio y carcajadas. El texto hila muy fino, los actores lo bordan y el debate que genera continúa en los bares barceloneses a golpe de cañas.
Nuevas salas, nuevos formatos, reencuentros con el pasado… ¿Qué está ocurriendo en los escenarios españoles? Para unos es una revolución, “una respuesta espontánea a un exceso de establishment”, comenta el dramaturgo Félix Sabroso. Otros, más pesimistas, nos recuerdan el reciente cierre de salas míticas, como la Ítaca, el Albéniz, la Tis o la Espada de Madera. Casi todos creen entrever una luz al fondo del túnel. “Estos lugares son un laboratorio lleno de futuro”, concluye José María Pou. Teatro de piel o, como prefiere Martret, “teatro subcutáneo”, que traspasa la piel del espectador y se instala en nuestro cuerpo para no marcharse, para convertirnos en militantes de la escena y para demostrarnos que el arte es alegría, autoestima y esperanza, incluso en estos tiempos.

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