El actor kamikaze



Fuente: Pablo Guimón (elpais.com)
A veces el sentido de una vida puede estar delimitado por cuatro paredes. Eso sucede cuando lo que queda fuera de ellas es un infierno. En el caso de Asier Etxeandia, las cuatro paredes son las de la habitación de un niño en el Bilbao de principios de los años ochenta, en el piso 1º A del número 55 de la calle de la Autonomía. Una habitación con muebles de niño, colcha ochentera de colores chillones, estanterías con El libro gordo de Petete, montones de pitufos y paredes de gotelé cubiertas con fotos de Madonna que Asier recortaba de las revistas. Y en una esquina, el radiocasete. Un cacharro grande, de doble pletina, que hacía las veces de teletransportador. La verdadera vida de Asier empezaba cuando le daba al play y él hacía sus conciertos frente a la ventana.
A esas actuaciones, huelga decir, solo asistía público imaginario. Pero con el tiempo aquel niño logró convertir a ese público imaginario en público real. Esta es la historia de cómo Asier Etxeandia consiguió abandonar su habitación para convertirse en la persona que era dentro de esas cuatro paredes. De cómo cambió su habitación por el mundo para luego volver a esa habitación y contarlo, con la esperanza de que sirva de ejemplo a otros que, como le sucedía a él, se sienten diferentes y no tienen a nadie que les comprenda.
Asier, que esta semana cumple 38 años, es hijo único. La madre “tenía un montón de líos en la cabeza” y el padre “no paraba en casa”. “Con quien estaba todo el día era con mi abuela, que vivió con nosotros hasta que murió, cuando yo tenía 12 años”, cuenta Asier. “Teníamos una relación brutal. Estaba sorda y ciega, por la diabetes, pero era quien me cuidaba y quien mejor me entendía”.
La suya era una familia, en palabras de Asier, humilde. “Mi padre fue campeón de España de kárate, jefe de bingo y agente inmobiliario. También vendió enciclopedias. Y mi madre trabajó en El Corte Inglés hasta que llegó el machote de mi padre y le obligó a no volver a trabajar”.
Los mismos amigos imaginarios que asistían a sus conciertos en la habitación le acompañaban a Asier luego en la calle. Y eso no contribuyó a su popularidad en el mundo que había fuera de las cuatro paredes. “Yo era un friki”, admite. “Era larguirucho, rubio, parecía una niña. Tenía gafas de culo de vaso, cuatro y pico dioptrías. Me vestía mi madre, era un cuadro. Ella tenía un poco de obsesión conmigo, hasta niveles que no me ayudaron mucho en el colegio. Por ejemplo: me compraba un modelito para ir a la boda de mis tíos, con pajarita y pantalón corto amarillo, y luego me lo estaba poniendo durante meses para ir a los jesuitas. Tú imagínate”.
El colegio, para Asier, fue una “verdadera tortura”. “Todos los niños se reían de mí”, asegura. “Yo estaba todo el día solo. Supongo que debía de tener una pluma bastante gorda de pequeño. No jugaba al fútbol, y con esa pinta, todo el día hablando con seres imaginarios, figúrate. Todos los días tenía cinco niños esperándome fuera para darme de hostias. Me acompañaban dándome tobas hasta mi casa. El colegio fue una pesadilla. Lo pasé fatal”.
Solo una vez plantó cara a sus acosadores. Fue cuando un niño insultó a su abuela, que acababa de morir. “Me dije: ‘Lo mato’. Quedamos fuera después de clase para pegarnos y yo me fui desinflando, siempre me ha aterrorizado pegarme. Si me menosprecian o me humillan, me hago pequeño, pero también tengo muy mala leche. El caso es que íbamos a zurrarnos y yo estaba totalmente desinflado, sabía que me iban a partir la cara. Y justo vi a mi padre bajar por la calle, y me armé de valor. Hice ¡¡¡bbbrrraaa!!!, como en Juego de tronos, y empecé a pegarle al chaval. Fue la única vez que me he peleado, y lo hice para que mi padre no viera cómo me zurraban”.
En clase solo aprobaba dibujo y, a veces, gimnasia. Lo demás, todo muy deficientes. Vivió el clásico peregrinar por colegios. “Estuve en cuatro diferentes, no me querían en ninguno”, recuerda. “Hasta me metieron en una cosa que había entonces que se llamaba Rem, como unos estudios de informática. A mí, que soy un desastre con las máquinas. Mis padres no veían. Lo que tenían que haber hecho es meterme desde pequeño a estudiar piano, danza, yo qué sé, directamente a la canterita de artistas. Pues nada, lo contrario: a informática. Y todo suspensos, y todo un Cristo. Estuve yendo a psicólogos durante mucho tiempo, no entendían mi mundo imaginario. Yo tenía mis amigos, mis fantasmas. Yo los veía y si me decían que no estaban, montaba un pollo. Y te juro que eran reales, aunque yo sé ahora que era mi imaginación. Pero eran más reales que la realidad. La realidad era una mierda”.
Entonces, a los 18 años, Asier tomó la mejor decisión de su vida. “Se acabó, me dije, no sigo estudiando. Me fui un mes antes de los exámenes y empecé a hacer talleres en la Escuela de Teatro de Getxo(Biz­kaia). Mi vida dio un giro. Conocí a unos amigos y amigas que me dieron un vuelco. Me pusieron un espejo delante. Y al año siguiente comprendí que tenía que meterme a tope en las clases y pagarlas como fuera”. Carlos Baiges, director de la escuela, todavía recuerda la llegada de Asier. “No era un chaval más”, asegura. “Se le veía el talento a la legua, era indudable. Tenía imaginación, capacidad expresiva, era superdivertido y le salía todo bien. Es una persona con una sensibilidad especial”.
Asier se fue a vivir a una casa okupa en un antiguo cuartel militar de Getxo. “Aquello fue la apertura a la vida”, explica. “Empecé a vivir a mi manera, a hacer teatro de calle, a pasar la gorra, a vivir el mundo bohemio. Era feliz. Cantaba en una orquesta de verbenas y hacía algún trabajo de modelo. Con eso, más alguna ayudita de mi tía Clara de vez en cuando, me pagaba la escuela. Pero podía estar una semana casi sin comer cuando no había dinero. Mira que sufría, pero lo recuerdo como la época más feliz de mi vida”.
Como todo actor que se precie, en el currículo de Asier ha habido lugar para trabajos alimenticios de todo tipo. Y en alguno de ellos demostró un insospechado talento. “Trabajé en un sex shop en Vitoria”, explica, “y batí el récord de caja de todos los empleados de la franquicia. Vendí en una tarde 400.000 pesetas en consoladores y cosas. Imagínate, con lo que me enrollo yo. ¡Y eso que entonces era virgen! Tenía 18 años, yo fui muy retrasadito en esto del sexo”.
Tocaba con sus grupos de música y hacía trabajos en teatro, hasta que un día apareció el caramelo de la televisión. Arrancaba el siglo XXI y las cadenas exprimían el filón de las series de ficción para adolescentes. Un trampolín a la fama y al dinero para una generación de actores jóvenes. En el caso de Asier, el personaje, no exento de tintes autobiográficos, se llamó Beni, un atormentado alumno con rastas en la escuela de baile de Un paso adelante. Una experiencia que Asier recuerda como nefasta. “Yo no tenía ninguna intención de venir a Madrid”, asegura. “Todos los que terminaban la escuela y se venían volvían escaldados. Pero me salió el casting y vine. Me cogieron, y tuve la terrible experiencia de Un paso adelante. Nos hacían currar 13 o 14 horas diarias, había un descontrol brutal. Fue un desencanto absoluto. Cobraba 4.000 o 5.000 euros, que no los he vuelto a ganar, pero no tenía ni tiempo para gastarlos. Trabajando en la serie, llegué a dormir en la calle. No podía ni buscar una casa. Un día me encontré con que no tenía dónde pasar la noche y dormí en un banco de Ópera. Y allí me vino a recoger el coche que nos llevaba al rodaje. Comprendí que no quería participar en eso. Si esto es lo que hay, me voy. Me decían que si no lo hacía yo, lo haría otro niñato. Yo les dije que llamaran a otro niñato y me volví a Bilbao”.
De regreso a casa, Asier se trajo consigo una depresión “brutal”. Coincidió el desencanto de Madrid con un episodio de desamor y la combinación le dejó “hecho polvo”. “Estuve dos años empastillado, hasta se me cayó el pelo”, recuerda. Pero la vuelta a casa duró poco. Al año y medio de regresar le llamaron para hacer una prueba en Madrid que, esta vez sí, le abriría las puertas a uno de los papeles de su vida: el maestro de ceremonias del musical Cabaret. Aquello fue “un sueño realizado”. Y hay un recuerdo que guarda con especial orgullo: la primera vez que acudió a verle su madre. “Cuando llegaron los aplausos, mi madre no aplaudía: gritaba y apretaba los puños, como si hubiera ganado una carrera. ¡¡¡Uuuaaahhh!!! ¿Quién es esa señora loca de la primera fila?, me preguntaban. Y yo decía: mi madre”.
Asier se tiró más de dos años metiéndose cada noche, en sesión doble los viernes y sábados, en la piel de Emcee. Hasta que necesitó parar. “Aparte de que yo me meta en bosques emocionales por elección propia, aquello era muy fuerte”, asegura. “Si estás ejecutando un personaje tanto tiempo, todos los días, hay un momento en que te posee. Te perturba. Estaba pensando que tenía que poner una lavadora y lo que hacía es cantar el Money. Tuve un momento de desdoble tan fuerte que me asusté. Dije: ya está, sueño cumplido. Y lo dejé”.
En ese momento empieza realmente a forjarse la reputación de Asier en el teatro. Todo le sale y cada papel lo vive como un salto mortal. En ese despegue tuvo mucho que ver el director teatral esloveno Tomaz Pandur, con quien ha trabajado hasta la fecha en cuatro montajes. Pandur descubrió a Asier por una foto y le fue a ver a Cabaret. Estaba probando actores para montar, con el Centro Dramático Nacional, Infierno, primera parte de la trilogía de la Divina Comedia de Dante. Se estudiaron cerca de dos mil candidatos. Pero a Asier ni siquiera le hizo una prueba. Solo le dio una indicación: “Tienes que sufrir como un cerdo”.
Asier estaba tan perdido que un día, aconsejado por una amiga, se plantó en Patones, un pueblo de Madrid, para contemplar de cerca la matanza de un cerdo. “Me puse a ver cómo lo mataban, mirándolo de cerca y directamente a los ojos, que son ojos como los de un humano”, recuerda. “Quería flipar con el dolor. Y, claro, me creó traumas. Son elecciones absurdas que nunca tiene que hacer un actor, que no valen para nada”.
Asier estaba asentado en Madrid. Tenía amigos y hasta un novio de Fuenlabrada. Hacía teatro, televisión y cine, con Fernando Colomo (El próximo oriente, 2006), Emilio Martínez Lázaro (Las 13 rosas, 2007) y Pedro Almodóvar (Los abrazos rotos, 2009). Pero el destino aún le depararía otra estancia en Bilbao, esta vez, hace seis años, la más dolorosa de todas. Su madre enfermó de cáncer y Asier se fue con ella. “La cuidé hasta el último momento, incluso la amortajé”, recuerda. “La querían llevar al hospital a morirse, pero yo no quise. Alquilé una casa en Bilbao y me instalé allí con ella para que pensara que volvíamos a vivir juntos, que todo estaba bien. Uno no se da del todo cuenta del apoyo que ha significado una madre hasta que se va. He tenido unos padres maravillosos, que lo han hecho lo mejor que han podido. Si hago música, es porque he crecido rodeado de música, y si soy actor, es porque mi madre era una obsesa del cine y el teatro. Conocía los nombres de todos los actores. Ella misma cantaba y era la comedia de sus amigas. Los hijos no nos damos cuenta de lo imbéciles que hemos sido hasta que los padres se van”.
Es la medianoche de un viernes de junio y el público abarrota la sesión golfa del teatro La Latina. Hay gente que repite y se trae a sus amigos. Incluso hay quienes se han aprendido en Youtube las coreografías que acabarán bailando encima de las butacas. En el escenario, Asier Etxeandia se pinta los ojos y hace saber a los espectadores que se encuentran en su habitación. Que esto es el Bilbao de principios de los ochenta. Que ellos son sus amigos invisibles y que están a punto de asistir a uno de los conciertos del pequeño Asier. El cantante, el actor, el intérprete. Con una banda en directo, se suceden las canciones propias y ajenas. De Chavela Vargas a Bowie. De Madonna a Kurt Weill.
El intérprete se convirtió en un pequeño fenómeno. Una fiesta, pero también una reivindicación. “Puede verse como una celebración de mí mismo”, reconoce Asier. “Pero no es solo eso. Yo de pequeño estaba deseando que alguien viniera y me dijera: ‘Tranquilo, chaval. Que está bien todo. Que no estás solo. Que eso que haces es brutal’. Sé que mucha gente se siente así. Y confío en que algunos estén entre el público”.
Defiende tu sombrero, por ridículo que parezca. La frase se la dijo hace muchos años una amiga. Y se ha convertido en una máxima para Asier. “Yo soy muy bipolar, hay momentos en que me busco y no encajo. Y mi amiga me soltó esta frase. Lo importante, me dijo, no es escoger el sombrero. Ni siquiera cómo te lo pones. Lo importante es que el que tengas lo defiendas. Entonces se convierte en el sombrero más bonito del mundo. Aunque lo que tengas sea una morcilla enroscada en la cabeza”.
El intérprete ha sido una de las experiencias profesionales más bonitas para Asier. “Ha sido un proceso de curación. Psicológicamente me ha colocado en un lugar de paz. He puesto en pie a mi niño, a ese al que no quería nadie”. El próximo 20 de julio lo celebrará con una función muy especial en el Circo Price madrileño, ante un público de dos mil personas.
El camino ha sido largo. Asier terminó el año 2012 en la cima. Su papel en La avería, dirigida por Blanca Portillo, una compañera clave en la carrera de Asier, le valió los dos máximos reconocimientos que puede tener un trabajo actoral en el teatro. El Premio Max y el de la Unión de Actores al mejor actor protagonista. Solo debía esperar plácidamente al teléfono, pero el teléfono no sonaba. Entonces se lanzó a la autogestión. Montó una productora con su pareja, José Luis Huertas, y se pusieron manos a la obra. La llamaron Factoría Madre Constriktor. Contaron con Tao Gu­­tiérrez en la dirección musical y con Álvaro Tato, de Ron Lala, en la dramaturgia. Acabaron llenando cada noche de viernes el teatro La Latina duran­­te más de dos meses. Y, por efecto de la inexorable ley de Murphy, cuando ya tenían la obra montada, el teléfono volvió a sonar.
No era cualquier cosa. Era Aitana Sánchez-Gijón para ofrecerle ser su contraparte en el montaje de La Chunga, obra teatral de Mario Vargas Llosa que Joan Ollé dirigiría en el teatro Español. Así, Sánchez-Gijón y Asier se convirtieron en La Chunga y Josefino, y su química aplicada a la literatura del Nobel peruano ha creado algunas escenas memorables. Para la actriz, que no conocía personalmente a Asier, pero hacía tiempo que quería trabajar con él, su tándem está siendo algo excepcional. “Cuando estoy con él en el escenario se me olvida el mundo entero”, explica. “Sé que navego en aguas seguras con él. Tenemos una conexión absoluta y eso es algo que no pasa muchas veces. Como actor tiene todas las cualidades: tiene técnica, un dominio total sobre su cuerpo y trabaja desde la verdad. No hay otro actor como él en nuestro país. Y como persona es un compañero adorable. Nadie en esta profesión te dirá nada negativo de él. Va por ahí enamorando”.
Asier pasó de esperar en casa que sonara el teléfono a tener función diaria en el Español, y los viernes, sesión doble con La Chunga y El intérprete. Tenía solo los lunes libres, y decidió ocuparlos con un tercer proyecto. Un montaje casi de microteatro. Sagrado Corazón 45, un texto del joven dramaturgo José Padilla, dirigido por su amigo Eduardo Mayo, en ese nuevo espacio alucinante que hay en Lavapiés que se llama La Casa de la Portera. “Estas cosas hay que apoyarlas”, defiende Asier. “Los actores tenemos la responsabilidad de que haya una buena oferta cultural, tal como está este país de mierda. No me vas a subvencionar, me lo pondrás más difícil, pero no te preocupes, que yo voy a trabajar el triple. Por una razón: amo más mi trabajo que tú el tuyo. Para llegar a fin de mes, los actores tenemos que hacer cuatro trabajos a la vez. En La Casa de la Portera nos dan 50 eurines a cada uno cuando terminamos. Y está de puta madre, mucha gente los quisiera. Pero quien se dedica a esto es por amor. Yo ahora tengo la mitad del caché que tenía antes de la crisis. Mi vida es correr de un lado a otro, con una afonía crónica que parezco Gloria Fuertes. Sin poder dormir del estrés. El otro día hice La Chunga y El intérprete después de haberme desmayado en mi propio vómito. Así, en plan Janis Joplin. Me había comido una almeja en mal estado y tenía una indigestión brutal. Pero hay que seguir trabajando. Y te digo una cosa: esta es sin duda la época más fructífera de mi vida”.
Hace unas semanas, Asier paseaba por Bilbao y se acercó al número 55 de la calle de la Autonomía. El portal estaba abierto y entró. Subió al 1ºA y se quedó en la puerta. No sabe quién ocupa la casa ahora. Era de alquiler y sus padres se mudaron cuando él, a los 18 años, se fue de casa. Estuvo un rato esperando, pero no llamó. Le dio corte. Por un momento imaginó que salía de la puerta un niño con cara de pena y vestido con pajarita y pantalón corto amarillo.
–¿Qué le diría a ese niño si saliera por la puerta?
–Le aplaudiría. Le jalearía. Le diría que querría ser parte de su escenografía. La niñez determina tu futuro y la imaginación es clave para conseguir cualquier meta que te propongas. Le diría que siguiera haciendo lo que hace. Que defienda su sombrero, por ridículo que parezca.

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