Rey de la Gran Vía


Fuente: Ana Pérez Barrero (elpais.com)
David Comrie se ha enfundado el disfraz de Mufasa más de 1.200 veces. Se conoce de memoria cada trazado de la malla y maneja con soltura el mecanismo que da movimiento a la máscara; sabe cuándo tiene que entrar a escena, dónde colocarse en cada coreografía o cómo engancharse de un finísimo cable para luego dejarse caer desde una roca. Aun así, este actor panameño, uno de los 55 que forman el elenco del musical El Rey León, no puede evitar sentir un nudo en el estómago antes de subir al escenario. “Siempre me pongo algo nervioso pensando en cómo reaccionará la gente. Pero esa inquietud inicial es buena, es lo que te hace sentir vivo”.
El espectáculo llegó a Gran Vía hace tres años —el primer pase fue el 21 de octubre de 2011— de la mano de Stage Entertainment, la misma productora que trajo Los miserables, El fantasma de la ópera o Jesucristo Superstar. En Madrid solo otros dos musicales han permanecido tanto tiempo en cartel: Mamma Mia y Hoy no me puedo levantar, aunque ninguno de ellos ha logrado mantener una ocupación de al menos el 98%, como ha hecho el de Disney. “Cuando consigues el papel, nadie te prepara para lo realmente difícil, que es mantener este ritmo todos los días. A veces me canso y siento que no puedo más, pero entonces escucho los aplausos del público y me olvido de los males. La energía sale de ellos”, explica David.
De todos los montajes en los que ha estado involucrado Stage, el de la película de Disney es, aseguran, el más ambicioso de todos, con un coste de 10 millones de euros. Empezando por las reformas que se hicieron en el Lope de Vega, el más pequeño de todos los teatros que acogen la función y el único del mundo donde se representa en español. Hubo que levantar el patio de butacas para construir los dos pasillos a los que obliga el espectáculo, montar los palcos de la percusión y una caseta en el recibidor. Hasta ahí lo que ven los espectadores.
Pasearse por el backstage de El Rey León es formar parte de un impactante, colorido y aparatoso carnaval. De las paredes cuelgan los gigantescos huesos que forman el cementerio de elefantes, cabezas de ñus del tamaño de una persona y decenas de máscaras. Las de las hienas, negruzcas y amenazadoras, contrastan con las de las leonas, en color pastel y de un semblante mucho más sereno. Algunas, junto con las de Scar, Simba y Mufasa, incorporan un mecanismo que permite controlarlas con el dedo anular. Para conseguir naturalidad de movimiento, los actores pasaron meses ensayando ocho horas al día con ellas puestas.
Aunque a simple vista parecen muy pesadas, la mayoría están hechas con fibra de carbono, un material ligero aunque resistente. Lo mismo ocurre con los centenares de títeres —en el Lope usan el término en inglés, puppets— que pueblan las entrañas del teatro. Su atractivo reside en el mimo y el cuidado con el que están hechos. Zazú, el cascarrabias pero leal mayordomo del rey, es un claro ejemplo. Cada una de sus mil plumas está cortada, pintada y pegada a mano. “Por suerte solo hemos tenido que cambiarlas dos veces”, exclama aliviado David Pizarro, uno de los técnicos encargados del mantenimiento de estas creaciones. Cuando alguna se rompe, la pasan a una sala que denominan “clínica veterinaria”. Allí, entre botes de pintura, mucho cableado y bobinas de colores, los técnicos remiendan los desperfectos de los malparados animales. Pero a veces la avería se produce durante la función. “Un día se rompió el arnés que sujeta el puppet de Timón al actor que lo interpreta. Hubo que desvestirle entero, ponerle el arnés de repuesto… Todo en menos de 50 segundos”, recuerda Pizarro. “Es como un box de fórmula 1”.
David, el Mufasa panameño, ha terminado con el maquillaje. Cada noche tardan alrededor de 45 minutos en caracterizarle. Tiene la cara pintada de amarillo y naranja, y sus ojos han sido fuertemente delineados con pintura negra.
Recuerda a un rostro egipcio. Acostumbrado a ver las películas en versión original, hasta que llegó a España el joven nunca había escuchado el laureado doblaje de Constantino Romero. “Los directores me dieron bastante libertad para crear el personaje. Mi intención nunca ha sido imitar a Constantino, su voz es inimitable. Yo doy una nueva versión, mi propia interpretación del rey de la sabana”.
La organización y el detalle priman en el backstage. Es como un mantra, y en el llamado “búnker del teatro”, una suerte de pasillo detrás del escenario donde los actores de reparto tienen sus disfraces, se cumple a rajatabla.
El que menos se cambia lo hace ocho veces y el que más, 16, como Julio Joseph, un dominicano de 33 años. Él empieza siendo jirafa. Luego arbusto. Ñu. Vuelta al arbusto. Ahora hiena. Y así. Por si eso no fuera suficiente, mientras muda de disfraz a veces le toca hacer los coros. “Al principio me volvía loco, pero compensa. Este es el musical con el que sueña todo bailarín”, dice orgulloso.
En ese mismo pasillo, sobre un banco, reposan los corsés de las leonas, hechos con piedras, trozos de hueso y cuentas de madera. Cada 48 horas el equipo de sastrería los revisa uno a uno. “Si una cuenta cae al suelo, a la velocidad que van, el que la pise tiene la lesión asegurada. Además, debajo del escenario hay raíles que mueven la escenografía, y si una se colara podría atascar el mecanismo”, explica una sastre.

Las cosas no funcionan así por casualidad. Todos los teatros que en algún momento han acogido el musical lo hacen igual. Son exigencias de Disney, un gigante del espectáculo generoso con el público y exquisito con las visitas al backstage. Además de no querer decir cuánto dinero han recaudado en estos tres años, para que la magia no se rompa, la compañía prohíbe hacer fotos a la mitad de la parafernalia o a los actores a medio disfrazar. “No quieren tener a un Simba vestido con una camiseta de Nike”, matiza un portavoz de la productora. Pero si uno se da una vuelta por allí, esa es la estampa que se encuentra. Sergi Albert, que interpreta a Scar, hablando en catalán con un técnico en medio del rellano; Michel Jáuregi, Simba, entrando al camerino enfundado en una parca y con las manos cargadas de bolsas. Que en menos de una hora vayan a contar otra vez la historia de El Rey León como si fuera el primer día también es magia. “Es mucho más de lo que se escucha o se lee”, comenta en el descanso un espectador que ha venido a verlo con su mujer desde Barcelona.
La entrada más barata, en la última fila del segundo anfiteatro, cuesta 24 euros; la más cara, en la llamada “butaca oro”, 170. No es barato, sobre todo teniendo en cuenta que es un espectáculo para ver en familia. ¿Qué es lo que tiene para que se sigan agotando las 1.456 localidades? “Además de lo bien hecho que está, el tema que trata toca mucho la fibra. Todos hemos perdido a alguien. El Rey León va de eso, de unas relaciones familiares muy fuertes”, opina Julio, el hombre de los 1.000 disfraces.
David, Mufasa, sabe a qué se refiere. “Perdí a mi madre siendo un niño, y en aquel momento no lidié muy bien con ello. En mi canción hablo de los reyes del pasado; no los puedes ver, pero están ahí, en tu corazón. Eso me hizo entender la muerte de mi madre. Para mí este montaje ha sido como una terapia. No había hablado del tema en casi 15 años”.

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